Emancipados ruiseñores descansaban,
mientras jinetes del viento no alcanzaban
a domar a esos salvajes caballos
de un soplar bajo cero e inquieto.
En una tarde de no muchas luces,
el coloso que merecía descanso
no supo oir a la comodidad,
y se alzó una vez más para alumbrar.
Aburrido y odioso, el glorioso emergido
se fundía en un mar de lava,
lleno de rencores y vestigios oscuros.
Luego de un breve descanso,
cambió de fase, majestuoso,
levantó esa mirada indómita
y realizó que la hora había llegado.
Al llegar al coliseo,
saludo a sus pares, angel y demonio,
socavó esa cueva de humores torcidos,
mientras idiotas emergentes
no lograban una nota que no sea dispar.
Durante el día de elipses oblicuas,
el cíclope se golpeaba el pecho
cuando recibía ese noble saludo desde atrás,
como siempre, sorpresivo e incauto.
Como el sol que se ponía a espaldas
de este añejo cuerpo encorvado,
apareció ese aroma de endorfinas,
entre nubes enormes y vientos fríos de ensueño.
La bestia negra más que complacida,
tan solo dejó de rechinar sus dientes,
y fue una vez más esclava
de esa idiota, dócil inseguridad golpeada.
Juglares sustancias químicas eran fuego
entre ese pampero hostil e indefinido,
tan sórdido ese aroma de sábanas impetuosas
invitaba una vez más, como cientas anteriores,
a corromper la cándida noche
y escapar una vez mas del asilo de locos.
Oda de dioses, cantar de galileos,
la flor amarillenta casi carnívora
saludó al caballero oscuro,
y con sus manos jugaron
entre colores violáceos,
carmín, canela y púrpura.
La diosa entregó luz y forma
a esos torpes dibujos vencidos
de ese gladiador sepia,
quien, maravillado, soltaba esos cantares,
tan petrificados y de niño.
Separados del estadio,
participaron de una misma vista,
juntos crearon, como si la creación
fuera la cosa mas pequeña,
no dando cuenta de tamaña hazaña.
La obra dió su fín
cuando la mandrágora blanquecina
dió su fruto y huyó,
mientras este arcaico samurai vencido
no paro de hurgar entre calamidades.
Su ferviente, bonita capacidad,
se vió enclaustrada y ensangrentada,
cuando la frenética flor dorada
le entregó esa misión difícil e inocua.
Desde ese instante,
este gladiador no para de lamer heridas,
suponer, vacilar y divagar.
Vencido, finalmente, el ennegrecido soldado
entregó la suave forma de belleza anaranjada
a un pelotudo que saltaba,
y se alejó, tedioso,
junto a su corto, jocoso demonio
y a su angel viejo, alto y agitado.
Cuando al fin sucumbió
ante la eterna caricia del descanso,
el luchador no paró de soñarse
entre pétalos de atisbos pasteles,
y preocuparse, no sabiéndose
preciso, listo, enseñado,
para esa misión que de alguna forma
lo acercaría a cumplir esas proezas,
deseadas desde un lugar
tan profano y ensordecedor.
Una tras otra, vuelven a repetirse
esas imágenes de película:
el hombre de negro gira eterno,
buscando al remitente de ese saludo
tan bello, apaciguador;
y quien saluda, es esa noble
y sustanciosa mujer de brillantes,
fluorescentes caricias...