Que duraron infinitos segundos como la nube que trata de llegar al cielo perdido.
Que bastaron para conocer la munífica luminiscencia de la ingenuidad.
Que fueron guardados en las perdurables gotas de sereno en las hortensias.
Que descubrieron la dureza de aquel lecho donde escribí mis más ominosos versos.
Que sintieron el mismo frío y escucharon el mismo silbido del viejo roble.
Que observaron el céfiro de luz casi blanca golpeando el candor de la noche.
Que amasaron las miradas repentinas del transeúnte hacia mi mano bajo tu camisa.
Que tranquilizaron el ambiente para dar fe de aquel sonido de un río lejano.
Que llegaron hasta el éxtasis teñido de un mágico y ferviente hálito de oscuridad.
Que moldearon la cruel inclinación de la mustia colina y la feroz perspicacia del tiempo.
Que palparon la quieta faz de la refulgente luna y el albor de tres suburbios.
Pequeños instantes que lo hicieron todo
que sacaron las más afligidas lágrimas
y obligaron el más difícil adiós.