Comenzaron las cabinas
a tragar dosis de
esperanza.
—Tal era mi entereza.
Palabras, suspiros, quejas,
entablaron singular
duelo
por la subterránea red
de intrincados
hilos.
Pobre de mí —pensé—,
en algún lugar lejano,
olvidado y tenebroso,
reposarán los restos
de treinta quejidos
de amor.
¿Treinta?
¡Sí! Treinta instantes
de una vida
nacida para plasmar
los sentimientos en
papel.
De nada sirven disculpas,
de nada sirven falacias;
treinta gritos lanzo
al cielo y treinta
veces se ensancha
la profunda grieta
del costado.
¡Oh, nívea Temis!
Si eres justa, atiende
esta voz temblorosa
que araña desgarradora
pidiendo algo más
que palabras rastreras,
serpenteantes e innobles.