Alberto Escobar

Abel y Caín

 

Por un quítame allá esas pajas.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Fernanda se desvivía...
¡Fernanda, necesito que bajes a por perejil, que no tengo!
Fernanda saltaba como un resorte de aquello que le entretenía,
fuera una muñeca o los deberes, se metía en el bolsillo las perrillas
que la madre le entregaba y rauda volvía con los deberes bien
hechos. Su hermana se reconcomía por dentro.
Felisa se beneficiaba en su casa, desde la vuelta del cole, de una
soledad hija de la ignorancia. Apenas cruzaba cuatro palabras con su
hermana, salvo en el colegio, donde eran vecinas de pupitre.
Si su madre necesitaba ayuda la cantinela era siempre la misma:
¡Fernanda...!, su desazón crecía el doble que su cuerpo. Se sentía
invisible a ojos de la que le dio el ser, no podía soportarlo.
¡Fernanda, dile a la vecina que...!, cual fue la sorpresa cuando la
madre vio aparecer a Felisa, dispuesta y peripuesta para la misión.
¿Y tu hermana Fernanda?
No lo sé mamá, como tardaba decidí acudir yo, por si era urgente.
Gracias hija pero... Entre sus ojos pudo leer la tragedia; su intuición
fue en ella un arma que de costumbre solía estar bien engrasada.
Como parca que lleva a su hija voló a la habitación de Fernanda.

Era tan poderosa la envidia...