Llevo la cicatriz del espanto
sin apenas orgullo, como colección
insana de matices corporales
cautos e ingenuos. Llevo
esas lluvias precisas, amontonadas,
mojando todavía, mi pelo, el oscuro
precipitado de mis días en el bosque.
Llevo el correr como una materia que
aprendí de súbito y con pronteza. Las
malezas de los rieles, lo saben y no protestan.
Más que a las estrellas, o a los sapos,
o a los altos jilgueros de las patrias celestes,
les debo la vida, a los caminos en que corrí,
desfondado.
Llevo aún algunas piedras monótonas
instaladas en mis bolsillos; son de hierro,
ahora, y saben de mí como las nieves de enero.
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