Me siento cansado de mí
de mi cara con la que
me topo cada día en el espejo
del baño cuando me afeito.
Ya no puedo más aguantar
esta mi cara, la forma
de mi nariz, de mi boca,
por no hablar de los ojos.
La única parte de mí
que aún resiste la usura
son justamente las manos
con sus diez dedos, que yo
me embeleso observando
cómo se mueven y apretan
cómo agarran y acarician
cómo son suaves y duras.
Es por ellas solamente
que me gusta ser el hombre
que he llegado a ser después
de miles y miles de años.
Que la evolución lograra
un tan perfecto resultado
es algo que me emociona
y llena de felicidad.
Pienso en los primeros intentos
del cangrejo con sus pinzas,
en la multiplicación infinita
de patitas de la hormiga,
en la trompa del elefante,
en el pico de los pájaros,
y miro en fin el milagro
del índice y del anular,
del meñique, el medio y el pulgar
capaz de oponérseles a todos
punta con punta, aflojando
y apretando bien la presa.
Esto me da mucha energía.
Llego incluso a tolerar
los torpes rasgos de mi cara,
el pliegue soso de mis labios.
Y esto me hace hasta olvidar
los triviales problemitas
del artritis y el artrosis
que entorpecen sus movimientos.
En mi manos hallo el sentido
y la justificación de mi existencia,
por ellas me siento el fin de un proceso
logrado con un empeño universal y coherente.
Y esto, en los años finales
de mi vida individual
me hace sentir menos solo,
menos desolado y aislado,
justo si en mis manos pulsara
una fuerza que llega desde muy lejos
a través de millones de años
desde que estalló la primer chispa
o desde que, como cuentan los mitos,
fue pronunciada la primer palabra
que puso en marcha esta construcción
que sería totalmente falta de sentido
si no fuera por estas manos que han creado
un universo de maravillas y sueños
un infierno de lágrimas y sangre
unas tormentas de amor y de odio.
Y si a lo mejor exagero un poco
y me dejo llevar por la retórica,
me absuelvo motu proprio porque de veras
son lo más infame y divino que he encontrado
en tantos años de vivir en este mundo.