El acorde de la luz
es más triste entre las hojas
de ese árbol que parece
un laberinto vertical
con sus ramas separadas
enganchadas y entrelazadas.
La esquina de la calle
es aún la misma que era
esa vez que la doblaste,
la última que la doblaste.
Después de tantos años
el sentido de las palabras
que usábamos ha cambiado,
muchas palabras han muerto
y si se pronuncian producen
hilaridad o desconcierto.
También nuestros sentimientos,
nuestras penas y dolores,
nuestras alegrías y pasiones
han todos pasado de moda
y se han vuelto antiguallas
en venta en las tiendas de viejo.
Y no solo las palabras
y las frases con las que nos
expresábamos han cambiado,
ha cambiado la manera
de sentir y de sufrir.
Los roles que hoy en día
tendríamos en relación
con los demás y con nosotros
serían del todo diferentes
de los de cuando éramos jóvenes
y nos poníamos preguntas
que hoy nadie ya se pone
y nos dábamos respuestas
que parecerían insensatas.
Todavía guardo el cuaderno
en el que escribía mis frases.
Está en el fondo de un cajón
del cual he perdido la llave
donde están también las cartas
que me enviaste hace más
de sesenta años, cuando
el mundo era otro, unas cartas
que me escribiste con tu
letra nerviosa y un poquito
afectada que daba
la idea de una joven ingenua
y apasionada, cerradas
en sobres con sellos que
me entregaba a mitad mañana
un cartero en uniforme.
Ahora, si fuéramos jóvenes
y fuéramos enamorados,
nos escribiríamos por correo
electrónico, o quizá
ni siquiera escribiríamos,
nos hablaríamos a cada
momento, según las ganas
y los antojos, mirándonos
en la pantalla del móvil.
Cambiaría del todo nuestra
relación la libertad
de estar juntos y de hablarnos,
importándonos un bledo
de las prohibiciones paternas
que nos dañaron la vida
que nos cambiaron el destino.
Sería pues inútil sacar
y mostrarte ese cuaderno,
siempre que fuera posible,
si no hubieras desaparecido
hace tanto tiempo del mundo.