Dejan espejos líquidos
las mimbres inexactas
de tu gloria, fortaleciendo
mil alpacas, atravesadas
de fría niebla.
Cesan los espantos
en estas avenidas,
como pájaros sin canto
de repente enmudecidas.
Cierran los hospitales
los oráculos agoreros
y las viejas insaciables,
se reprenden silenciosas,
como azules manzanas venosas.
Se llenan de oculto encanto
las libidinosas muchachas,
iniciando su culto de mareas
y cabelleras, rezan a su manera,
petulancias de negror inaudito.
Me cubren de yedra los borricos
de mi pueblo, me cubren tenazmente
de ariscos terciopelos, se suben
a mi grupa bien templada, como viajeros
pernoctables en fábricas abandonadas.
Mientras, siguen sin consuelo
las alamedas aserradas, los tábanos
insolentes que demarcan sus territorios
sobre las pieles humanas.
Me culpan y me culpo de avenidas
cirróticas, de consolaciones derivadas,
de amanuenses imperfectos, con violines
asesinos en sus manos.
Reanudo mi sangre en un fortalecimiento
oculto, en sangres bautismales,
en letárgicos nudos de avaricias descomunales.
Y se llenan de nuevo los cubos del agua
primaverales, aguas indecentes, de lluvia
pronosticada.
Por las rodilleras del frío, y por las ingentes
natividades, las pendientes se transforman
en ídolos incesantes, la nieve circula
como odio apresurado.
Mil cabinas de teléfono
y un incansable parloteo
de petróleo azul gasóleo
y de lastimeras palomas neutras.
Me gritan a mi sordera
de hombre amaestrado y ciego,
de hombre descoyuntado y viejo,
de hombre arrugado y sepultado
bajo nieves o pedernales angustiosos.
Ya gritan, las viejas sierpes ombligueras,
los latinos invencibles de las cuestas pendencieras,
y mientras en los fríos cobertizos, la pasión
se niega, fósforos y diatribas comienzan.
La hierba de manchas sonoras se llena,
buscan canciones o loas de viejas plañideras,
igual que en tumbas de lápidas plácidas y venideras.
Mi cuerpo se ruboriza al contacto con el fuego
fogatas interminables de ríos soñolientos y aburridos
hacen trizas mi enebro y calientan mis flores.
Mansiones de terciopelos errantes
de magníficas pasiones oscuras,
de hermosos donceles muertos
a las puertas de las catedrales.
Me asoman a los ojos vírgenes digitales,
estropeadas marismas de iris celestiales,
vestidos de marineros colgados de sus malignas
constelaciones.
Y hasta mí llegan cánticos de zonas deploradas,
rosales de ímpetu desmedido, palomas bravas
de empuje brutal y amarillo.
La ventisca se arremolina con fragmentos de hojas
y persianas cerradas, el pueblo se mancha de horas
de atardecida y corazones ennegrecidos.
Las manos de una niña buscan encendedores divinos
por todas las latitudes que forman el perfume de los hombres.
Oh, perennes árboles de semillas convencidas,
rigurosas criaturas celestes y ambiciosas,
miran mis manos de muerto, las polillas cancerígenas
de los armarios y de los cancioneros.
Oh, sensatez doblegada, pasión digital
de huellas sonrientes, calima inventariada
de mi paso solemne y tardío por este planeta.
Tierra, desdibujada como un amianto de perfil.
Tierra, hondura siniestra que me busca entre los eucaliptos
contenidos.
Tierras, de helechos magistrales y pócimas secretas.
De alabanzas nocturnas y lechuzas indemostrables.
Subidme hasta el cuello vuestras maromas encendidas,
vuestros regueros múltiples de sangres y mosquitos,
vuestros imperdonables síntomas de vejez prematura.
Qué yo fundiré mis alegrías en vuestras cinturas pensativas,
qué yo quemaré mi desierto en la altura de vuestros silencios,
y renaceré, como del vértigo, quemando los cereales de nuestra cosecha!
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