Yaces muerto
en el campo de batalla
con la mirada perdida
entre los cadáveres.
Tus dedos lívidos
empuñan aún la espada
que no pudo cercenar
tu infinita amargura.
La sangre te rehúye,
no besa esa piel
nacida pata el amor
y educada para el combate.
Por fin reposas
proscrito de ti mismo.
¿Era esa la muerte
que proclamabas?
Esa puntual dama
de oscuro semblante
reclinada sobre ti
roza tu frente tersa.