Empieza el viaje a un presente imperfecto
Tarde de verano. Deliciosa brisa entre las macetas.
El sol se despide vestido de un rojo azulado con algún ribete verdoso
que descuidado cae a su espalda. Un hombre descansa su cabeza
sobre un sillón malva, de fornidos brazos de caoba, ahíto de placer.
La historia enlibrada que se dispone a leer habla de la mujer de un
reputado médico, ciudad de provincias, que desahoga sus cuitas
de desamor, que refiere tener un principio de amante que la tienta
a pecar, el adulterio acabaría con su reputación y la de su marido, pero
es tan hondo el hastío que piensa en lanzarse al abismo.
El médico disfruta las tardes desde las siete, cuando llega.
Venus no tuvo a bien congratularle con un vástago, es él el infértil,
no ella, como suele ser sancionado en estos casos allende los siglos.
Tras una frugal cena se sienta en el porche a alimentarse de su diaria
ración de Grandes Clásicos, entre ellos Homero, antes cruza breves
fonemas con su mujer, que se cuece de soledad e ignorancia.
Desde casi los albores del día la susodicha se dispuso a pensar en qué
tal sería un desembarazo así como de tapadillo. Su marido, aunque
gran proveedor monetario empezaba a estorbar los efluvios de amor
que brotaban de un ya oxidado en estas lides corazón.
Confiada en la entera y acostumbrada inmersión viajera de su marido,
y en la proximidad del véspero, con su inherente casi oscuridad, dirige
su mano al cuchillo jamonero, lo abraza por el mango con pasión, lo
enarbola y esgrime como prometiéndose no más pasar hambre y se
dirige con sigilo hacia el estampado sillón de los libros.
El médico, mientras leía este trance, punto álgido de la obra, palpitaba
como caballo que se desboca del pecho.
Justo cuando su mujer roza con ternura la escueta yugular del médico,
alcanza una especie de orgasmo lector que tiñó de dicha el trepidante
desenlace de esta lúgubre historia.