Como si fuese otoño, las hojas de los árboles caían sobre la cuna cóncava de madera. El viento soplaba como lo hace en la noche: dulce, apasionado y salvaje.
Dentro de la cuna, la chiquilla gemía en un tono lastimero y casi que silencioso. El rostro de la madre, fue reemplazado por uno desconocido, que generaba a su alma y pequeño cuerpo, temor e inseguridad.
¡Y el velo traslúcido que cubría la cuna sacudía la profundidad del alma una y otra vez!
Envolvió su cabellera en una pashmina oscura. Su bata larga y negra le daba apariencia siniestra. Mecía la cuna una y otra vez con su mano izquierda, mientras, con la derecha, llevaba a la boca un cigarro. La nena, de meses de nacida, se diluía bajo la manta blanca hasta perderse de la mirada fría que de reojo la vigilaba. De pronto, sucumbió al limbo onírico.
Aquella mujer, seguía adherida a la cuna. Su mirada seca, rostro pálido y feo aterrorizaban. Al calor abrasador, se recostó sobre una silla cercana, dejando caer el brazo que entre sus dedos jugaba con el cigarro. El sol intenso devoraba las horas a pasos agigantados, y al unísono, el alma de la doña fue arrastrada a un sueño profundo.
El viento en su mágico vaivén, giraba en extraño zigzag. La temperatura ascendía y el humo del cigarro entorpecía la visión. La manta blanca que cubría la nena se extendió en forma de pañuelo. Y el árbol gigante que proyectaba sombra a la cuna abrió sus fauces.
¡Un aire mágico, casi místico, moraba dentro del gran árbol! La cuna que minutos antes yacía adherida a la tierra, giraba en círculos lentamente levantándose del piso. El miedo que por lunas aprisiono el corazón de ésta niña, desapareció. Este artefacto de madera se cubrió de un halo blanco con diminutas mariposas de vivos e intensos colores. Entre sus deditos atrapó la más esquiva, e ipso facto, cobraron luminosidad y el manto blanco se tornó dorado. De la cuna cóncava se desprendían campanitas de oro fino que entonaban una deliciosa melodía infantil envolviendo todo en derredor.
A lo lejos, vio venir lo que parecía un ángel. Su rostro angelical de mejillas rosadas, cabello rubio y ojos azules, le brindaron tranquilidad. Levantándola, la extrajo de la cuna. De pronto, un sonido como de reptil se escuchó en el aire, y un diminuto dragón se divisó a lo lejos. Sus ojos y patas eran como la sangre y su plumaje como el oro; se estacionó de frente, abrió sus fauces y lanzó sobre el césped fuerte llamarada.
Enredada entre sábanas cayó sobre la alfombra. ¡Sudaba a chorros! De los pliegues de su corazón rodó una gota mezcla de amor y fuego. La bata traslúcida que cubría su cuerpo, dejó entrever sus hermosos pechos. Esa noche, desde lo onírico la verdad le fue desvelada.
Dibujo a mano izquierda de la suscrita
LuzMarinaMéndezCarrrillo/28042019/Derechos de autor reservados.