Se me ocurre una única manera
de estar solo.
Ahora, en este preciso instante, dispongo de la modulación idónea de luz
para acometer el poema que me llama.
Ahora, de mañana temprano, el juego de claros y oscuros que ilustra
mi ventana me ofrece el marco perfecto para apelar a las musas.
Dejo mis quehaceres, de una dudosa urgencia, para acudir presuroso
a la soledad de mi celda.
Siento mis reales sobre el escritorio de palo santo azul legado de mi abuelo
paterno, compañero de silencio desde la mocedad de la primera comunión.
Tomo posesión del recado de escribir, escudriño entre lápices, plumas, tintas
y salvaderas cumpliendo un ritual de precisa liturgia.
Convoco a las musas, que me hacen caso omiso. Erató ha perdido su lira.
Alzo la vista hacia el cuadro frontero, un paisaje de Constable, cuyo auxilio
brilla por su ausencia. No me viene santo a las mientes.
Hago deambular la vista por el contorno de mi biblioteca.
Diviso el leve lomo del Emilio de Rousseau, varío hacia el Titán de Jean Paul.
Después de demorarme por la breve historia de la literatura que encarna
mi modesta colección, acepto con resignación la momentánea derrota.
La inspiración, de costumbre obediente a mis requerimientos, ni está
ni se le espera.
Me levanto de la silla de blanca anea, recuerdo vivo de mi luciente madre,
y acudo al árnica de la brisa, que parece rozar el alféizar de mi ventana.
Tras aventar malos augurios reemprendo la empresa.
Estas notas que os dejo son el breve botín que sustraje de esta mi guerra.
Después de una lectura minuciosa, la pudicitia me aconsejó
hacerlas pasto del olvido.
Descansaron sin pena ni gloria en el abismo de una papelera.