Esa tarde, al llegar al pueblo, deposité maletas en el cuarto y descanse un instante. No obstante mi deseo de estar allí, alejarme de todo, perderme de mí, sentí nostalgia de la Ciudad, los amigos, la gente, el ruido y su aire venenoso.
¡Ansiaba hacer de mi mundo un piélago distinto! ¡Anhelaba diluir esa realidad que quemaba mis sentidos!
La noche, cual bóveda celeste, me arrastró con su mutismo delirante. Imposible escapar de sus delicadas garras.
Con la mirada fija en el cielo raso, que permitía dilucidar y beber a la vez, la magia y dulce realidad, caí en manos del ángel ensoñador, ángel de los sueños
De pronto, el cielo tiñó su esencia con una luz misteriosa. ¡Místicamente conectada, fijé la mirada en el cenáculo de las estrellas!
¡Oh, sublimidad! ¡Permites tocar con los dedos del alma el hilo imperceptible de lo eterno!
En dicho paroxismo, opté por oír sin ver, a innumerables seres que en la magnitud del silencio se hacen escuchar: Las ranas con su incesante croar, los pájaros y su inigualable canto, la inteligencia del búho que observa y analiza cada movimiento, las libélulas desafiantes de la oscuridad y un sinfín de sonidos desconocidos, deliciosos y gratificantes al oído.
¡Apacible quietud del espíritu! ¡En la sed de tu calma me has anegado!
Recobrando la lucidez salí a caminar. Las tiendas aún estaban abiertas y la afabilidad de su gente hacia que amara ese lugar.
Mis ojos fijaron la mirada en el parque frondoso y hacia el dirigí.
Sentí miedo al ver lo que no parecía ver. Estaba ahí, cerca de aquel sillón, leyendo un libro, como solía hacerlo. Sus grandes ojos negros y la belleza de su rostro caló mis sentidos, y un hielo fúnebre se difumino en el aura.
Quise huir, pero mis píes desobedecieron. De pronto, me tomó de la mano y dijo: ¡No huyas! ¡No huyas de ti!
Un perro danzó en derredor nuestro sin que nos percatarnos
¡El pueblo hermoso se hizo diminuto, que sentí aprisionar mi corazón!
Optamos por un café. Deliciosa bebida cuyo aroma tiene el poder de rasgar el telón del sueño, exponiendo ante nuestros ojos el don de la vigilia.
¡Floreo dentro de mí el quejido de amor eterno! Ese gemido que por lunas esperé y en necedad del destino, me fue negado. Ese te amo que pensé jamás recibiría.
De pronto, un pinchazo en el corazón me aventó a la circundante realidad.
¡La luna extendió su último manto sobre el sagrado parque! El calor se hizo tibio y una mano masculina se posó sobre mí hombro. Abrí los ojos mirando de inmediato el reloj. Eran las diez de la noche. ¡Un sudor frío me recorría! Lo busqué desesperada, pero no, no estaba. ¡Había partido para siempre! ¡Para nunca regresar!
Desde entonces, una lágrima anegó mí destino.
Y dijo aquel hombre: \"Lleva horas sentada en este sillón\"
Entendí a cabalidad, que no podía huir de mi. Los recuerdos marcados con hierro candente en mi alma, afloraban donde me hallaba. E ipso facto, un suave olor a yerbabuena, torno el cultivo de rosas rojas, en doradas espinas.
¡Arde fuego entre mis blancas sábanas!
¡Lacera mis sueños!
¡Quema mis entrañas!
¡Soberbia divina
Intensidad sombría
Llanto abrasador
Aliento de arcilla!
Camina despacio
Entre abrojos y espinas
Entre clavos y cadenas
Entre piedra y arena.
* Imagen tomada del muro de Islam Gamal.
Luz Marina Méndez Carrillo/15052019/Derechos de autor reservados.