Alberto Escobar

Derramaba sus mieles

 

Mi estrecho asedio te dará sus frutos.

 

 

 

 

 

 

 

 

Derramaba sus mieles en una pugna a vida o muerte.
Héctor, en defensa de su Ilión, se derretía de tanto sol como entraba por sus ventanas.
Aquiles, que lo tenía acorralado, se arrodilló ante su abrevadero hasta empancinarse de miel.
Héctor casi yacía contra el muro rocoso de su muralla, Aquiles esmeraba su sedienta lengua.
Héctor, de excelsa belleza, era hoja trémula y vencida que se afanaba con fruición.
Aquiles, mirando hacia el olimpo, no hallaba saciedad ante tanto mar desbordante.
No hubo vencedores, ni vencidos. No hubo quimeras ni petroglifos, ni hidras ni basiliscos.
Fue una batalla a amor o muerte, a placer o a inmortalidad, a mito o a realidad.
Los Dioses desde sus poltronas mezclaban la golosina con la abundosa ambrosía.
La fiesta en el Olimpo era un primor, Ganímedes era un no parar escanciando alegría.
Hector, ya exhausto de tanto derramarse, pidió clemencia tras desmadrar sus colmenas.
Aquiles, con sus exánimes papilas, se ofrece lecho al cuerpo inerte de Héctor.
Aquiles, sabiéndose breve y eterno, deposita la muerte sobre su cuádriga y parte
hacia sus aposentos.
Héctor, en su grito que es preludio del mito, cuenta a su pueblo la desgracia.
Príamo, su padre, que persigue el cuerpo, sabe de la gloria del hijo, efímera e inútil.
El placer y la muerte que lleva consigo han merecido todo su calvario.
Aquiles ha cumplido su misión, ha gozado de las mieles que crían de las curvaturas
de la tentación.
Aquiles ha testado en su lengua el vértigo y la convulsión que un seísmo sabe pronunciar.
Héctor ha yacido ante Zéus con el rictus de placer del que se ha vaciado de todo su blancor.
Aquiles vengó a Patroclo, nadó en un lago de dicha que atraviesa el pasar de los siglos.

Al amor de las batallas mullamos con pasión un campo de pluma.