Solo un ventanuco se abre en la vastidad de la pared,
un ombligo en una inmensa barriga
construída y levantada con los cantos rodados
de la quebrada a sus pies,
hinchada hasta reventar y expulsar
a los minúsculos hombres
que se abren paso a codazos para
asomarse por pocos segundos
y echar una ojeada al techo de nubes
y a la lluvia perpendicular que cae eternamente.
El vacío y el frío arrecian hacia el alba.
De noche debemos taparnos con sábanas
para protegernos de la oscuridad,
aunque es calurosa como una vagina la celda
en la que estamos apretujados,
pero la oscuridad nos desvela
con sus llagas que estallan
tarascándonos las pantorrillas
con mordeduras de perros hambrientos.
Un escalofrío nos recorre
la espalda, nos agarrota músculos y mandíbulas
y nos deja expuestos e indefensos
como cachorros que tiemblan
cerrando los ojos y arrastrándose
en la interminable pesadilla del abandono.