Jetzt komme, Feuer!
Hölderlin
Arrollado por el viento, busqué un refugio.
Embestido por la luz, doblé la esquina,
esperando el estampido.
Mi sombra no se despegó del muro.
No me siguió.
Una perra
salió a mi encuentro, vomitando sangre de la boca,
el rabo entre las patas, el vientre encogido.
Perseguido por la luz, no encontré
un lugar donde resguardarme.
Pero todavía no era la explosión, sino
el silencio antes de la explosión
No era el derrumbe, sino
el instante inmóvil que antecede al derrumbe.
¡Ven ahora, fuego!
Y cuando nos encontramos, por azar, en la parada
del bus, esa mañana, en un barrio
ajeno, totalmente vacío
como después de un rastreo, tú dentro
de tu vida, las horas de tus días
programadas,
una agenda atestada de compromisos,
los niños para acompañar e ir a buscarlos,
el gimnasio, la piscina, los deberes, las clases de inglés,
las clases de piano o de guitarra, las compras
en el supermercado, la preparación de las comidas,
la limpieza de la casa, la colada, la plancha,
sin un momento de respiro,
como me dijiste sin mirarme,
esperando
la liberación del domingo, dies domínica, el día
del señor, con la misa y el paseo
si el tiempo lo permite, si el trabajo atrasado
no lo impide, si el cansancio no prevalece
sobre las veleidades de evasión,
quizá dos horas en un cine
o delante de la TV en la sala de estar;
cuando nos encontramos por puro azar,
por una casualidad casi inverosímil, tú
no me reconociste
o no quisiste reconocerme, te comportaste
como si no me hubieras reconocido, aunque
recordaras mi nombre, un eco
de una sombra del pasado; fingiste
que me confundías con otro que no era yo,
con otro antiguo compañero de trabajo o
de estudios. Un juego
de máscaras. Una farsa
de equivocaciones, de malentendidos,
para tapar la realidad del presente. Dos cuerpos
vacíos en la acera, dos cuerpos
sobrevividos a la guerra, a los bombardeos, a las matanzas,
a los lager, a los gulag,
recalados en una realidad
nueva pero ya habitual, pero ya rutinaria
desde ya hacía muchos años,
no obstante la amenaza
en acecho
en cada instante
de la explosión definitiva.
Dos cuerpos sin sus sombras en la luz deslumbrante.
¡Ven ahora, fuego!
Pero de lo divino habíamos recibido
ya mucho. En los días de una juventud
sin límites. Todo
era posible, entonces, incluso
cambiar el mundo. La libertad que venía
de la infancia antigua y reciente. La infancia sin tiempo
en la eternidad del momento presente.
Ese momento
en la parada del bus, en esa mañana
de luz violenta,
entre gente corriendo a su trabajo bajo el fragor
improviso de un chaparrón.
En la ratonera hice mi aprendizaje. He vivido
la desesperación del ratón que no encuentra salida.
Lo compadezco, ahora
que he decidido vivir
y morir, como un sabio,
observando fríamente al monstruo en el laberinto,
al Minotauro infeliz que nos persigue
para despedazarnos. Fantasmas
a mi alrededor, en los senderos,
de seres a quienes he amado y llorado.
Ojalá fuera cierto el cuento de la sangre
que los atrae, a nuestros fantasmas, hacia aquí donde estamos,
ojalá fuera cierta la historia
de la sangre derramada en la fosa
en la orilla de Aqueronte,
la profunda corriente infernal
que nos divide de ellos,
la sangre que quieren beber
para recuperar la voz, por solo un instante,
para hablar con nosotros, un solo momento.
Sería suficiente
como prueba de que todavía existen,
como prueba de que ellos están
en algún lugar, como prueba
de que hay una puerta
atrás de la cual se agolpan, cuchichean, chismorrean, se ríen,
una puerta cerrada que podría abrirse, si solo
se encontrara la llave, esa puerta grabada en la piedra
o pintada en la pared de la tumba
sin llave, sin cerrojo, sin picaporte.
Es inútil llorar por eso.
Es absurdo
como la demencia de mi padre, le dije, mintiendo: lo absurdo
había sido la cordura de mi padre
durante casi toda su vida, hasta el desplome final
en la locura. Es absurdo
como la guerra, las demoras en las estaciones
reducidas a escombros, los rieles retorcidos, el tren detenido
en el otro lado de la península.
Bajaré a los infiernos para encontrarte. Para rescatarte. Me encontrarás
mientras titubeo frente a un estante del supermarket, eligiendo
un paquete de té, una lata de carne en conserva,
amarrada a tres hijos.
En la hora del crepúsculo, incierta entre realidad y sueño,
seré vista disponendo en orden la mesa,
después de acostar a los niños,
esperando el regreso del esposo del desierto de la ciudad.
(Nadie
me sacará del infierno. Ni siquiera tú). Su camisa
braceando a través de la calle.
Y séanos concedida la paz,
en la taza humeante de té,
en los sillones frente a la pantalla,
en feroz penumbra,
en la conjunción nocturna de los cuerpos.
Esto ha traído la plenitud de los tiempos.
¡Ven ahora, fuego!