¿Por qué no debería esperarte?
¿Por qué no pasar el tiempo,
todo mi tiempo,
esperándote?
No conozco ocupación más placentera,
más satisfactoria para mí.
Como un coleccionista de mariposas,
un entomólogo aficionado
clasifica lepidópteros e himenópteros,
así yo clasifico mis tiempos de espera
de tal hora a tal hora
en los distintos lugares donde el azar me lleva.
Me detengo y te espero, me paro
y sigo esperándote, me siento
en un banco del parque o me arrimo
al tronco de un árbol, y te espero
poniéndome a contar las hojas
que cuelgan vibrando de las ramas
que me protegen del sol o de la lluvia.
Si de vez en cuando miro el reloj
no es porque estoy apurado
y menos porque sospecho
que estoy perdiendo mi tiempo,
es solo porque no veo la hora
de que tú llegues y me reconozcas
con esa tu sonrisa entrañable
que solamente a mí me dedicas.
Sé muy bien: debo tranquilizarme,
controlar mis reacciones
y no comportarme como esos viejos
que han echado a perder su vida
y no tienen la paciencia de perder media hora.
Te espero. Tómatelo con calma.
Tómate tu tiempo. Puedo
esperar más de media hora,
y hasta toda una mañana o una tarde
e incluso una noche entera.
No es solo una cuestión de paciencia.
Lo hago con naturalidad.
Más bien, esperar me gusta.
Prolongar el tiempo de la espera
hace más importante el encuentro,
lo vuelve casi excepcional.
Mi paciencia es infinita
como infinito es mi tiempo
por la muy sencilla razón
que no calculo cuanto me cuesta.
Mejor dicho, estoy convencido
de que el tiempo no cuesta nada.
Volverá un momento como este
suspendido entre ser y no ser
a menos que simplemente no vuelva.
Lo importante es que lo estemos viviendo.
Hubo momentos en que pensé,
en un pasado ya muy lejano,
que la vida podía decidirse
en el breve espacio de un instante.
El tiempo era entonces para mí muy precioso.
El tiempo, como muchos dicen, era
dinero, plata, y valía la pena
intentar capitalizarlo,
transformarlo en moneda sonante
y encerrarlo en un cofre.
Pero nunca me convenció esa idea,
fue solo la idea de un momento
que en seguida se borró y que olvidé,
la idea de un joven sin experiencia
que seguía los malos ejemplos.
Mi cinismo es ahora tan profundo
que no le doy importancia al dinero.
Mejor dicho, si pudiera,
si no fuera tan complicado,
me dedicaría a falsificarlo,
como Diógenes, feliz
de infringir las leyes humanas
para que la naturaleza se afirme.
Sería él mi maestro de vida
si tuviera un maestro de vida.
Ese tan poderoso don dinero
se quedaría sin el menor valor
si un buen día uno de nosotros,
un hombre cualquiera, como tantos,
mirándolo en la cara no pudiera
aguantarse ya más y se tirara
al piso contorciéndose de risa
y la risa se extendiera irresistible
invencible, por todos los países
del mundo, en un contagio universal
incurable, cada uno preguntándose
y preguntando a los demás por qué
tendríamos que dar tanto valor a un signo,
a un símbolo, a una idea talmente frívola,
a un disparate como es el dinero,
como son los lingotes de oro y plata
amontonados en las cajas fuertes
en subterráneos protegidos por
hombres armados y sistemas de alarma.
Hasta muros ciclópeos han caído,
muros que parecían deber durar
por los siglos de los siglos de los siglos,
muros defendidos con alambres
electrificados, por nidos
de ametralladoras manejadas
por hombres criados como automas
como robot sin alma y sentimientos.
Sin embargo se han desmoronado,
se han derrumbado y pulverizado
como los muros de Jericó al sonido
de las tropetas, al son irrefrenable
de la risa que crecía y crecía
y no podía parar, atropellando,
arrollando, arrastrando y aplastando,
la risa universal que estalló
de repente, ridiculizando
el poder, sus emblemas, sus hombres
minúsculos, mezquinos y grotescos
con sus bragas merdosas.
Yo no pretendo acumular tesoros
para mis hijos. Cuando yo me muera,
dispersen las cenizas de mi cuerpo.
Que mis cenizas vuelvan a la tierra.
Que el ciclo de los días y de las noches
siga con tranquilidad su ritmo.
Pasen las estaciones y los años
sin apuro, con calma, lentamente,
como lo han hecho más o menos siempre
con la excepción de algunas glaciaciones
y de algún año de sequía y calor.
Sé bien que en este paisaje idílico
tendría todo el tiempo de esperarte
sin que nadie me diera con los codos
para que yo le deje libre el puesto
que él quiere ocupar en mi lugar.
Pero yo no me voy a apresurar.
¡Que espere con educación su turno!
No me voy a quedar eternamente,
tarde o temprano tendré que largarme.
Así que puedo detenerme y esperar
por todos los tiempos que tú quieras,
una noche o la vida entera
nunca jamás perdiendo la paciencia.
Total, después de esta vida
cierto no hay nadie que me esté esperando,
cierto no hay nadie que me meta prisa
diciéndome que me voy a perder
una oportunidad muy importante
si me atraso o me demoro más.
El tiempo nos lo regala
alguien que lo tiene de sobra.
El tiempo no nos cuesta nada.
Podemos dilapidarlo.