Distanciado, más por hábito,
que por instinto, de aquellas
antiguas iglesias, donde celebran,
todavía hoy sus misas, pálidos
sacerdotes de tez bronceada,
apenas si recuerdas las últimas
veces, ya que no las primeras,
en que recibías con jovialidad
externa el sagrado manjar, y a
aquellos oscuros e impacientes
militantes fríos de la religión a
la que, peor que bien, te adscribes.
No te causa más que alguna carcajada,
solitaria, indefinible, verte a ti mismo,
por gracia del afán comunitario,
convertido en típico monaguillo,
trotar de la sacristía al altar, y de éste,
a la despensa de alguna vecina próxima,
en busca de algún recurso etílico
que sirviera para la última cena.
Desconoces del todo el por qué
de este apartamiento y de esta distancia.
Mas preguntas a Dios, a veces,
el por qué de tu confuso destino.
Y, confuso, permaneces-.
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