Tuvieron que pagar muy caro quererse más de lo debido. Allí se tomaban muy en serio el pecado de adulterio y el tribunal fue unánime en la sentencia irrevocable. Ambos fueron crucificados en la misma cruz, sin poder tocarse, dándose la espalda y con la mano derecha de uno ensartada por el mismo clavo que traspasaba la izquierda del otro, con el travesaño de por medio, del cual goteaban las sangres mezcladas. Ella de cara al mar mirando a poniente y él orientado hacia el este con la casa donde tanto se habían amado enfrente.
Durante los tres días que duró el suplicio, ella trataba de amenizar el doloroso tránsito hablándole del ardiente sendero que dejaba el sol en el mar durante el ocaso, mientras él lloraba sin emitir sollozo alguno para no manifestar su incontenible angustia, acentuada cada vez que los cabellos de su amada, aventados por la brisa de poniente, le acariaban el rostro hasta quedar pegados en sus lágrimas.
Él cerraba los ojos para no ver el lugar donde habían dado rienda suelta a su exacerbada pasión, y de haber tenido las manos libres, también se habría tapado los oídos para no oír la voz de su amada, cada vez más entrecortada a medida que la deshidratación hacía mella en ella. Ambos deseaban que la muerte del otro se produjese antes que la suya propia para poder morir tranquilos, sabiendo que la agonía del ser amado había concluido y su alma le esperaba, ya libre de ataduras, para volver a reunirse y permanecer unidos por toda la eternidad.
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