Era como yesca
esperando una chispa para incendiar
y sacar el fuego de mis entrañas,
el dolor que me consume el alma
y la vida.
Parecía,
como si llevara una bomba de relojería
alojada en el pecho,
tic-tac
se prepara para explotar
y consumirlo todo.
Yo me preparaba cada vez
para lo que pudiera suceder
con los brazos abiertos
y los ojos repletos
de súplicas de ayuda
y lágrimas de amargura.
Pero nunca estallaba
y yo esperaba temblando
el momento
que por supuesto era incierto
como una ruleta en el tiempo,
así que divagaba
sobre cuanto tiempo me restaba.
Algunos días
cuando la vida me sonreía
calculaba años de alegrías,
otros en cambio,
sentía como se me agitaba el corazón
ansioso y temeroso
y yo solo lo quería parar:
“tranquilo, ya no tendrás que pelear”.
Pero era inminente el desastre,
la luz se me escapaba de las pupilas,
el amor huía de mi vida,
la fé y la esperanza ya no existían,
yo ya no podía
con una carga tan pesada:
llevar toneladas de dinamita sobre la espalda.
Y el miedo eterno e estallar
hacían imposible avanzar.
Entonces paré el reloj de mi corazón
un 25 de septiembre, como Pizarnick.
Y aunque hubiera querido arrojarme al mar
y morir entre olas y sal,
y teñirme de estrellas el cabello
y anidar algas en mis dedos,
sentí miedo
de la convulsión del ahogamiento
y preferí la calma y el silencio.
Hoy estoy lejos
ya nadie recuerda quién fui
mi trabajo lo ocupa alguien más
mi gato tiene otro hogar
mi amor tiene otro amor
y el mundo entero se salvó de mi convulsión.