Zoraya M. Rodríguez

**~Novela Corta - Con el Alma Negra - Parte VI Final~**

Pero, Pedro y ella, Jacinta, se fueron por el rumbo lleno de amores indecentes. Cuando se creyó que el amor juega con el mismo amor. Cuando logras y llegas a amar y deseas que el juego termine en ganar y nada más. Cuando el deseo se convierte en un sólo imán como lo fue demostrar amar a Pedro. Y vá nerviosa, Jacinta, recorre todo el barrio y el vecindario casi la persigue, por su manera por ir tan de prisa. Cuando ocurre el amor en el corazón, y se sabe que el destino es tan fuerte o como tan débil como quisieras tú. Cuando se sabe que el silencio es duradero como el mismo amor. Y ella, Jacinta, la del alma negra, lo sabía. Que dentro del amor existe un corazón que sí sabe de amar. Cuando se debate entre la vida y la muerte el ser que ella, Jacinta, amaba, y, era Pedro. Como la más desesperada novia que se viste elegante con su ajuar y que nunca dejaría de entregar el amor cuando el alma estaba negra como ese suelo por donde pisoteaba unos zapatos desgastados por el tiempo. Y se sabe que el silencio es autónomo de esa paz que ella trató de obtener siempre, pero, que no consiguió ni vivió en tiempos de soledad. Cuando ella, la del alma negra, Jacinta, se vió maltrecha y desolada por un camino tan pernicioso. Que sólo socavó muy dentro de la éxtasis de su propio amor por él, Pedro. Cuando sólo se llevó a acabo una manera tan vil de demostrar qué era pasión y amor, cuando logró derribar la manera de ver a su amor así, canceroso, con un semblante casi incoloro. Y fue su gran amor, pues, desnudó el tiempo, y el frío quiso entregar calor, pero, quedó como el hielo destrozado en pagofagia. Y se fue por el rumbo del desierto, cuando se lo imagina entre ella, Jacinta y él, Pedro, en un exacto mundo y tan perfecto como haber aceptado a un amor así. Cuando fue el deseo de amar lo que un día fue. Un amor como de esos no existe, pues, su amor vá más allá de la misma muerte, se decía ella, Jacinta. Doña Jacinta, estaba en “shock”, en una paranoia deambulante, de esas que deambulan en las calles solitarias de desesperaciones. Y era ella, Jacinta, la morena de ojos verdes, la modelo de la revista y de pasarelas, la que quiso entregar el corazón, pero, yá era demasiado tarde aquel invierno frío a cuestas de la soledad y tan solitaria como ese mismo frío. Cuando sólo quiso perpetrar un sólo deseo, de amar lo que quiso enfrentar la muchacha de ojos verdes, casi con arrugas y en desolaciones sin amar. Se quedó con tan débil fuerza que después que soslayó en el tiempo, sólo consigue temerle a la vida misma, pues, sentía el mismo amor profundo en el alma. Y su alma pura y devastada estaba a cien grados fahrenheit. Sentía un calor extremo, pues, su blusa de algodón estaba muy sudada. Sudó gotas extrañas de un calor caluroso, si había un frío invernal que casi se desmaya Jacinta, pues, su alma la había entregado a la vil tormenta estaba tan oscura como el mismo cielo o como la misma alma negra. Y llovió fuertemente, pues, era eso lo que se esperaba. Tomó un taxi para llegar a la casa de Pedro, pues, su barbería era en la esquina de la casa de Jacinta y la había cerrado hace unos días. Mientras que el taxi, la llevó desde las afueras de la ciudad hacia la avenida donde residía Pedro, pues, su esposa, la americana, se encontraba allí también, y ella, lo sabía. Cuando ella, sintió descubrir el amor en el mismo pudor de la piel. Y se fue por el camino más largo, y no era el del cuentos de hadas, sino que ella siempre soñaba con la realidad. Y se descubrió el sol en los ojos verdes de la morena de modelaje más exitosa de la vida misma y de aquella temporada. Quiso imaginar y recordó, mientras viaja en taxi, su vida con Pedro, aquellas caricias en la misma piel, el deseo en vigor y el vértigo de amar a consecuencias de la pasión misma. Se acordó de cada detalle, de cada ramos de flores, de cada sorpresa para con ella. Y más aún, se acordó de aquel primer y último beso en sus labios de carmín. Yá era de edad adulta, y de un mundo en el cual, se paralizó cada vez que ella hacía su entrada triunfal en las pasarelas. Sirvió además en demostrar lo que quiso dejar saber que era ella, la del alma negra, la que nunca jamás, dejó de soñar con la realidad. Cuando se cansó de amar, pues, no, nunca jamás, dejó de soñar con la realidad, como aquel pacto de niños entre ella, Jacinta y Pedro. Y quiso ser como el mismo desdén, pero, consiguió el llanto de soledad, cuando amó intensamente a un hombre, por tan sólo unos celos de amar bajo la tutela, en amar lo que fue un inmenso amor y una pasión hecha de deseos buenos. Cuando se sintió el alma tan negra como la vil tormenta o como el ocaso frío que se avecinaba. Y llegó a la casa de Pedro, la señora, esposa del señor, la recibió con dolor amargo en sus hombros. Ella, la americana, era una mujer buena, que le permitió muchos actos infieles a Pedro, pues, era él, el dueño y señor de su corazón, y que por mantener el matrimonio estable se enfrentó a tanto, y por su eterno amor, nada más. Cuando se aferró el silencio entre ellas, pues, no eran enemigas, sino que tenía un factor común y era su amor por el mismo hombre. Se enalteció el amor entre ellas, y más por el mismo hombre. En la habitación yacía Pedro, la descripción de él, no era buena, pues, tenía su semblante sin color, sus manos frías, y sus labios entrecortados. Cuando abrió sus ojos y vió a su eterno amor y que era ella, la verdadera, la que amó inmensamente, sólo descansó su cabeza en la almohada, y le preguntó, -“¿cómo estás, Jacinta?”-, ella, Jacinta, sin poder hablar, sollozando al lado derecho de su cama, le dijo -“bien, Pedro”-, no hubo silencio ni paz, hubo un amor y una pasión tan indiscreta entre ellos, como poder ver el cielo en cada de sus ojos. Hubo un momento en que sólo el deseo fue percepción y delicados recuerdos en el alma, tan pura e inocente de la muchacha de ojos verdes, de esa morena de pasarela. Continuaba su rostro serio, con algunas arrugas, y demás achaques de la vejez. Cuando se quedó con él a solas, el tiempo volvió al pasado, y volvió el tren de la vida tan amarga como aquella soledad en que ella se había quedado, pues, sus amores había acabado desde hace mucho tiempo. Y quedaron con ese mismo silencio, con ese mismo instante en que sólo el deseo se vuelve magia. Pero, no, no era un cuento de hadas, sino la pura realidad. Y Pedro, se puso mal, pues, se quedaba sin palabras qué decirle a Jacinta, era tanta la emoción de ver a su eterno amor junto a él, que ella, lleva su cabeza hacia su pecho, y él, siente el mismo perfume de ella, el de siempre, el que nunca se borra de su olfato, el que él persigue y perseguirá por siempre. Cuando ella le dice en voz baja -“te amo, Pedro”-, a él, a Pedro, una lágrima se desborda de sus ojos cuando escucha la voz de Jacinta cerca de él.  Y ella, Jacinta, le vuelve y el dice: -“sí, Pedro, mi Pedro, nunca dejé de soñar con la realidad como nuestro pacto de niño, te… amo”-, saltó una lágrima de los ojos de Jacinta, y cayó en sus ojos. El alma negra de Jacinta, el alma, como siempre tan negra como aquella amarga tormenta del cielo oscuro y expiró Pedro, se fue como quien perdona sus pecados, su infiel acto y su acometido de amar, pero, ¿quién se muere de amor y quién debe de pagar una traición y todo por amar?,  pues, no, se dijo ella, Jacinta, recordando todo desde el sillón de su casa casi al lado de aquella barbería donde Pedro la hizo emprender y superar. Jacinta quedó sola, abatida, y con una herida destrozada en el alma tan negra. Cuando quiso echar hacia adelante la barbería de la esquina junto a Juanito, el barbero número uno de la barbería. El chico tímido, pero, muy bueno de corazón, la ayudó y le dijo que era como un hijo para ella. Y, sí, que lo era. Jacinta, nunca más vió a otro hombre como su hombre, sino, que mantuvo su corazón en soledad y en silencio. Cuando se debió de amar lo que dejó de amar un corazón con imperdible acto e indecoroso sentir. Y era ella, al del alma negra, cuando por las noches se llenaba de más soledad y de silencios, pero, una lucecita muy dentro de ella le hizo creer en ese amor de Pedro, cuando alumbró su mente casi deshecha por la vejez. Cuando ella, Jacinta, la del alma negra, vé su historia en la revista de temporada donde ella por mucho tiempo laboró, quiso ser como la modelo perfecta de revistas, le viene una invitación a colaborar con el coleccionista de moda mas reconocido de la temporada, y sí, que lo ayuda a enfrentar una moda actual y de belleza sobrenatural en medio de la pasarela. Y era ella, la morena de ojos verdes, Jacinta, la que convierte el “fashion cloth”, en una colección de primera. Y ella, como la primera modelo de aquella temporada del invierno azul como el de los equinoccios, tan reales como la verdad. Y ella, era ella, la del alma negra como la de la soledad misma, la que llevaba en su interior y quedó sola y sin el amor de un hombre, -“total la muerte los separa, al fin y al cabo”-, se dijo ella. Y era, ella, Jacinta, la de ojos verdes como el de la aceituna. Y la que amó sin condiciones, ni penas, ni dolores, pues, amó y nada más. Y supo que era ella, nada más que ella la que triunfó en el alma, en la vida y más en el amor puro e inocente de un sólo hombre. Cuando se electrizó el alma, en un alma tan negra como la oscura noche, y tan fría como el ocaso aquel del invierno aquel donde vió y sintió que el ocaso se llenaba de fríos sin finiquitar. Pero, amó como nunca y quiso ser como ese viento que sopla, pero, quedó en más, en una vil tormenta cuando quiso ser ella, Jacinta, con el alma negra. Y era ella, más que nadie, pues no, cuando fue lo que quiso ser, pero, se quedó sin el amor de un hombre en su vida, la del alma negra, Jacinta. Aquella muchacha de ojos verdes y morena de piel, pero, tan bella como la rosa, y en la pasarela siempre elegancia, porte, distinción y seriedad, como todo en la vida.   

       

-“Qué lóbrego el camino sin el amor deseado de un hombre”-, se decía ella, Doña Jacinta. Ella quedó sola sin amor ni pasiones buenas, desde muy joven y siempre con el alma negra, quedó por siempre con ella. Pues, era de saber que el alma vá junto a una siempre. Es como nuestra sombra o como el tiempo que nunca para de dar hora o como los equinoccios. Era invierno, sí, que lo era. Ella, siempre llevaba consigo abrigo, guantes, y sombrero para abrigarse del frío y de la nieve. Cuando llega a la casa, siempre el silencio o la amarga soledad, se escucha entre las paredes y cuadros de la casa. Doña Jacinta, nunca se casó, ni lo buscó ni quiso. Tenía una hermana lejana por allá por el oriente. Y, entre tanto, que quisiera algo, llamaba a Juanito, el de la esquina, un muchacho tímido, pero, muy bueno y de corazón. Pero, ella le exaltaba una paz indiscutible, y en saber que el silencio y la soledad son sinónimos, si lo sabes llevar muy bien, de tal manera, que logres hallar y escuchar. Deseosa por amar se encontraba en apuros la muchacha de ojos del color de la aceituna. Cuando en la pubertad sólo encontraba la desgracia de un mal hombre que no pudiera solventar la fuerza y el carácter de una buena moza. Ella, sabía más que ellos y los echaba de su vida como el río llega al mar. Y era ella, Jacinta, la muchacha de ojos verdes, pero, morena de piel y muy elegante siempre. Pero, llevaba consigo una pena, no conseguía novio. Nunca se casó ni amó a ningún hombre, sólo que el tiempo dispuso lo que apetecía por caprichos de la maldita vida para con ella. Era, niña de papá y de mamá. Y en lo demás se arreglaba ella, para siempre triunfar a pesar de la corta edad que tenía, pero, después eso cambió. No estudió nada, sino que quiso laborar y con ello, pagar deudas y malgastar a tutiplén lo que quería y en lo que se le atontajara. Ella, quiso ser como una dulce cazadora de sueños. Cuando en la pubertad llegó un hombre a su vida, pero, no en cuestión de amores clandestinos, sino en pos de ayuda. Y sí, que la ayudó confiadamente. Y le auguró triunfos. Y sí, que llegó a ser modelo de revistas, pero, no fue más que una modelito de vez en cuando, no lo quiso en serio, la carrera de modelo, pues, ella decía que, -“era imprescindible la labor”-, y que ella, -“no estaba muy de acuerdo en sobrevivir allí”-. Cuando en el ocaso sintió un poco de calor de una tarde viendo el sol y con una tacita de café, llegó Juanito y le dijo: -“Oiga, Jacinta se muere Pedro el barbero de la esquina, está muy enfermo…”-, ella, lo quería como un buen amigo aunque no hablaba tanto con él, pero, era su vecino y más que eso un buen amigo de la vecindad. Cuando joven la muchacha de ojos verdes, solía divertirse con amigos, pues, era un sólo escape por las noche de fiesta. Solía salir con ellos, a pesar de que nunca tuvo un novio. Tranquila la muchacha, sosegada se toma un trago de licor y otro traguito, y yá estaba ebria y la amiga la lleva a la casa. Y se dijo que nunca más habría de tomar un trago de licor, porque la mareó demasiado. Y fue así, que no tuvo más reparos que en ser una mujer soltera y sin amor.  

Y era ella, la que no quiso amar después de todo. Cuando el amor se intensificó y se fue por el camino de la soledad y de la ambigüedad, cuando supo que el amor no dura lo que dura la vida misma. Y era ella, Jacinta, la del alma negra, tan negra como el mismo camino que la vida le dió por escoger, sin el amor de un hombre. Y quedó tan sola como la rosa marchita.

Y en el infinito una voz que gritaba en el alma, -“yo soy Jacinta, con el alma negra y para siempre”-.


FIN