Hay mucha noche en mis sandalias.
En los zapatos descalzos, en el dorso
inquieto de mis pies. Existe esa marea
de inconvenientes rectangulares, de
metódicas desviaciones que contempla
la luna. Vergeles de amplias fases,
sombrías masturbaciones, coloreadas
partículas de pergamino. Sobresalen
entonces, las listas infrecuentes de estériles
pasos inoportunos. Una fábrica abandonada,
una secuencia horrísona de labios incrementados.
La luz que amplifica el pecho y lo carboniza.
Hay demasiado precipicio en mis suelas.
Un desvío en los laterales del tren rugidor
que hace pavesas del conjunto: la letanía
perversa de un grupo de alcohólicos suicidas.
Un mar de inaugurados portalones, que pasa
como una exhalación por los laberintos secos
de túneles y arenas calizas, un frescor al alba
que ralentiza el aliento.
Dejo la noche en paz. Sus muñecas destrozadas.
Las cavidades donde dormitan sus sueños translúcidos,
aquellos que gimieron el norte de sus manos.
El día me saluda con sus infiernos decadentes
y sus satinados formulismos comerciales.
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