Erase una vez, el amanecer, el sutil susurro de las gotas que recorrían mi ventana, la neblina se disipaba dejando solo ese aire frio y húmedo que golpea el alba. Un amanecer, frío.
Nunca olvidare la duda que recurrentemente que agobiaba mis días, sonaba tan fuerte y a la vez era tan silenciosamente mía, me dejaba escuchar la gota en la ventana, pero me impedía disfrutar el aire fresco, lo volvía navajas, cortes pequeños pero dolorosos en el alma.
Al salir de casa pude respirarlo, vacío, miedo, soledad, el azote del látigo que deja un amigo que te falla, el terrible sabor que te deja el amor a morir. Podía sentir mi vida pasar sin que pasara nada más que tiempo. Entonces sucedió; la muerte de una mañana más.
Erase una vez, el atardecer.
El calor insoportable de junio, un verano por venir, su aire seco, la promesa de la flor que se aferra a vivir. La duda seguía pescando mi tiempo, los segundos se iban al bote de su pesca y desaparecían, los minutos no alcanzaban a formarse y las horas ni siquiera veían la posibilidad de existir, pese a esto, el tiempo pasaba, si que pasaba, sin pasar.
Entonces sucedió; la muerte de un atardecer más.
Erase una vez el anochecer. La oscuridad que te cubre como manto precioso, tan hermoso que asusta, ¿qué hay detrás? ¿Que son esos ojos en la oscuridad que me observan? Podré cubrir mi cabeza con la cobija, podré dejar la luz encendida, podré dejar el reproductor encendido para que no me escuchen respirar fuerte y jadeante, para que no me puedan encontrar. Pero me encuentran, siempre, un anochecer más.