Cosas viejas,
inútiles,
olvidadas al fondo de un cajón;
tiradas en un
rincón del lóbrego patio
(donde se borran con la lluvia)
o en el cuarto
empolvado de san Alejo
(devoradas en la penumbra por las ratas y el olvido).
Objetos que brillaron
bajo el sol,
que fueron suaves o perfumados,
anhelados o venerados…
cometas rotas que
fueron luz en el cielo de agosto,
aviones y carritos que recorrieron
el vasto mundo
circunscrito por las tapias ocres
y el cielo brumoso del huerto
en casa de mi abuela.
Balones rojos, blancos y negros
que ganaron el mundial
de fútbol en la calle polvorienta.
Cosas viejas
de madera o de papel,
de negro hierro o
de suave felpa
que en su íntima alma
albergan el recuerdo
de los fantasmas que somos.
Cosas viejas
que pertenecen
al universo perdido
de la infancia y
que comparten la secreta esencia
del dulce de leche,
del pan de sal
hecho migas en mi bolsillo
o de la melcocha
embadurnada en mis
manos, en mi boca
y en mi alma atormentada.