Yo, que no sé quién soy,
entro en estas alamedas fúnebres,
en estos laterales intersticios,
en estas fragancias declinables,
y percibo el salobre sopor de las madrugadas,
el aceite hirviendo de las despensas elementales,
y los disgustos impertinentes de las sacerdotisas.
Mi vida agrede en revancha. Soy una cacerola,
lanceolada, comunicada, instintiva, risueña.
Soy una resina que fluye del árbol hasta la máquina.
La sangre me constata, el imperio enarbolado,
y sus consecuentes materiales sin desperdicio: un
agua viva que crece y me espanta en su recorrido
sin tierra.
Yo, que no sé quién soy, recién abro los comedores,
las litúrgicas sacristías inundadas, los botes decolorados,
en sus vitrinas aguardándose, como árboles impacientes.
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