Viajó tan concentrado en su lectura que no se percató en que momento lo sorprendió la fatalidad. Solamente desviaba la vista para cambiar un libro por otro de los que tenía guardados en un antiguo baúl de madera labrada con bisagras, esquineras y chapa de bronce. En su viaje sin rumbo y sin escala no se dio cuenta cuantas veces pasó por el puerto de donde una mañana salió de entre una densa neblina de verano como si viniera de otra dimensión, abordó su barco y se convirtió en el pasajero perpetuo de los libros, permanecería en él, el tiempo que considerara necesario disfrutando de su amor por la literatura, su concentración en la lectura no le permitió darse cuenta que ese, el barco de su desventura, era abrazado por las llamas al igual que los drakares que los Vikingos elegían al momento de despedir a un rey fallecido en medio de la mar. Todos corrían en su afán por salvar sus vidas, pero a él; desde alguna terraza sobre uno de los portales diagonal al almacén que exhibía un potro embalsamado sobre un pedestal como el legendario caballo que inmortalizó a Elena en la guerra de Troya; lo miraba otra Elena, una Elena criolla y ribereña de cabellos castaños y ojos de miel que lo notaba muy tranquilo y tan abstraído en su lectura que pensaba que, Él no se había dado cuenta que las sombras del ocaso eran disipadas por las brillantes flamas que consumían al lujoso barco donde el parecía encarnar a otro rey, el de la lectura a espera de su flameante funeral, sin llegar a percatarse que el final de su itinerario había terminado en el mismo puerto que lo vio subir pero del que no bajaría jamás.
Estaba tan absorto en su lectura sin inmutarse ante las postales que el panorama le brindaba que una tarde llegó a una arenosa ciudad costera sin notar el mar; más allá de su desembocadura, como tampoco se dio cuenta en que momento ese vapor regresaba pasando por pueblos a los que en esa región lacustre les llamaban laderas por estar a los lados del río, a diferencia de los que están tierra adentro llamados veredas. De regresar de “La Dorada ciudad” donde claudicaban sus ilusiones del truncado viajero que nunca pudo llegar y visitar a su doncella en “La Ciudad de los Puentes” pasando una y otra vez por ese puerto de espesa neblina veraniega donde ingresó a su viaje sin itinerario alguno donde ni siquiera notó el cambio de los viajeros que bajaban y los que subían en sus escalas y en el que el pasaba de ser el último pasajero al primero en la lista.
Paramédicos del servicio de salvamento retiraron el cuerpo casi calcinado que dibujaba una larga sombra reflejada por las llamas en lo que aún quedaba de ese barco, de un anciano de plomiza y abundante barba chamuscada que daba fe del paso del tiempo en el olvido de sus libros. Lo entregaron a los peritos forenses del ministerio público y de medicina legal para que le practicaran el procedimiento de rigor para esos casos, lo encontraron rígido y en posición de meditación con arrugadas y envejecidas manos de largos y rígidos dedos terminados en largas uñas cual rapaces garras sosteniendo lo que no se quemó del último de los libros y sus desorbitados ojos concentrados en el limbo de su lectura eterna. Esa noche ese malecón era un hervidero de autos y ambulancias de ensordecedoras sirenas con enceguecedores reflectores de destellantes colores desde el “Almacén del Sirio Mustafá” hasta la curva más allá de una monumental basílica donde veneraban a una Gloriosa y Morena \"VIRGEN DE LAS CANDELAS” hasta donde llegó nadando contra la corriente “UN LEGENDARIO HOMBRE CON CUERPO DE CAIMÁN” que por un hechizo del destino quedó condenado a vivir en las aguas de esa depresión fluvial y se encontró con otra leyenda venida de una laguna vecina conocida como “LA MOHANA” tal vez hipnotizados por los destellos enceguecedores de esas ambulancias que destrozaban la tranquilidad de las oscuras profundidades del río de sus leyendas.
Fue introducido en una inmaculada bolsa de blanca tela donde ingresó con esa sonrisa dibujada en su cara que solo expresaba la felicidad que disfrutó mientras viajó para satisfacer la tranquilidad que vivió haciendo lo que él; escogió hacer, \"leer sus libros\" solo los peritos forenses dilucidarían para poder dar un veredicto final y constatar si, murió por la felicidad que le llenó el alma en ese recorrido suspendido en el tiempo y el olvido o si, murió producto de la hemorragia de letras que se derramaron por sus quemaduras al momento del incendio.
Pero en su rostro quedó dibujada esa sonrisa triunfal que solo expresaba aquel joven que en una lejana mañana surgió de entre la espesa neblina de esa mañana de imborrables recuerdos; he ingresó y envejeció, y sucumbió dentro de las entrañas de ese dragón acuático con aliento de vapor y fuego de imborrable recuerdo que navegaba sin cesar el cauce del río que hizo suyo sin poder despedirse de su Laberinto de calles que convergían a las garitas de esa “Calle emblemática” la de los portales donde anónimos viajeros en su tiempo; El tiempo de los Libros, colgaban sus hamacas para soñar con sus distantes amadas y disfrutar de la brisa nocturna venida del río en su arribo a su natal patria chica; la otrora “SULTANA DEL RÌO” la de la “CALLE DE LA ALBARRADA” y sus portales despiertos esperando el amanecer para saludar el sol en el horizonte.