Alejandro José Diaz Valero

Celeste

 

 

Dejé de leer para dedicarme a escribir. Ahora tengo doble trabajo, tengo que leer lo que escribo. (Alejandro Díaz)

 

 

 

 

Contar quiero un cuento, bueno en realidad no es cuento, es una historia legendaria.

Creo que ahora exageré; no, no es para tanto, es sólo una historia cotidiana. Vamos a considerarla de esa manera, una simple historia cotidiana de mi época de adolescente. Me explico?

Todo transcurrió en un pueblito llamado Santa Bárbara del Zulia, de mi país Venezuela. Allí vivía un ancianito centenario, todos sabíamos que tenía más de cien años, pero nunca supimos cuántos eran los que sobrepasaban los cien…Creo que ni el mismo lo sabía; más de un siglo de vida pueden hacer perder la memoria cronológica para poder saber con precisión cuántos años se tienen de edad. El ancianito en cuestión se llamaba Celeste, si así como suena: Celeste.

 Siempre en mi condición de muchacho me pregunté el porque de ese nombre, ni él mismo pudo explicarlo, ya que me comentaba que en su familia no había nadie con ese nombre, por lo que el pensar que lo había heredado de sus ancestros, quedaba completamente descartado. Será acaso por  el color de sus ojos… ¿Pueden unos ojos celestes ser tan determinantes para colocar el nombre de su color a su propio dueño? Esta fue una pregunta jamás respondida.

A veces pensando locuras, en ciertos momentos llegué a pensar que tal vez su nombre de pila fue “azul”, sólo que por lo largo de su vida su color se fue degradando hasta llegar al consabido y centenario “Celeste”.

Siempre pensé que los nombres de colores eran exclusivamente para personas del sexo femenino; Blanca, Violeta, Rosa; son prueba de ello. Pero de allí a pensar en un varón con nombre de color, eso si que no podía ser concebido por un muchacho de catorce años que intentaba llegar al origen del nombre de aquel ancianito.

 Nunca pude descifrar el enigma de su nombre, Don Celeste, que en algunos casos lo llamé el “Matusalén del Pueblo”, por la consabida comparación con la  longevidad de aquel personaje bíblico, y hasta le hice una traviesa adaptación cuando de manera cariñosa lo bautice  “MATUCELESTE”.

 

Don celeste siempre mantuvo la lucidez hasta el final de sus días, y cuando decidió emprender su vuelo espiritual hacia el cielo, en mi mente de adolescente curioso y travieso, pude imaginar su nombre entremezclado con el infinito cielo celeste que seguramente desde hacia varios años lo estaba aguardando.

 

Quizás su partida hizo que el cielo del pueblo se volviera más celeste desde aquel día.

 Que de historias surgen en esos pueblos  que nos obligan a escribir aunque no queramos. Que de historias surgen de nuestra pluma para dejar constancia de lo que hemos vivido.

 Me siento feliz de haber escrito esta  historia, y aunque nada cambié con ello, estoy seguro que algo si cambió dentro de mí; y eso, estimados amigos,  es al final lo que más cuenta; porque ser cronistas de nuestras historias es una hermosa responsabilidad que llevamos sobre los hombros, cada vez que salimos a recorrer las calles de nuestros pueblos.

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