Una roca no siente el abandono.
Una isla no añora la lágrima
que le envuelve.
Mira el azul y naranja de una llama.
Mira con la mirada perdida entre las pavesas que arrasan el fondo
de su hogar; sigue mirando a una nada ciega de una luz que quema.
Lleva horas mirando, de pensamiento insistente, de bombardeo
incesante sobre los tiernos fortines que acaban por claudicar.
De su mirada se arranca un rojo que alimentó un corazón harto
de latir, para nada, para nadie que se ofrezca a recogerlo
en bandeja de plata; más bien fue Salomé quien se terciara
en el camino de un bautista que no acabó de ser baptizado.
Ahí sigue, mirando, sin ojos que basten a unas cuencas sin río.
Ahí sigue, llorando la pérdida, una pérdida que devendrá ganancia
con el paso cadencioso del bálsamo de un tiempo que no cesa.
Ya parece que ha doblado la mirada, ya cansada de fuego fatuo.
Parece que se levanta a otros lares no ya tan cálidos y tempestuosos.
Parece que se asoma al no paisaje que orla su ventana, un paisaje
que parece no existir de puro idílico, pero que es invisible de tanto
negror como abarrota su alma, un alma que ya no vuela...
Pero volará...
Volará porque una paloma no sabe hacer otra cosa, a menos que desee
ser pasto de algún halcón harto de gazpacho.
Parece que vuelve a levantarse; me temo que va a aliviar alguna urgencia.