La calle grita: piedad, piedad mi!
Sus botas atropellan mi piel lustrada
sus autos inundan de óleos mis poros
sus marchas estremecen mis cimientos.
¿Que tanto vociferan?
¡ Ya oigo, ya oigo!
Muchos febriles esfuerzos en la oleada
candente como el rojo del horno
que cuece la paz en las tinieblas
de la insensata desesperanza
de los hijos de la plebe.
Ya oigo, ya oigo!
Tenis descosidos y también chanclos rotos
rompen el silencio con cien voces vivas,
que nos dicen: no más, no más
hasta acá la historia ennegrecida
de las noches febriles de América.
Ya oigo, ya oigo:
Los adoquines también los conocen
más de cien años atrás,
otrora había yeguas adornadas con escudos
no estruendosos carros de acero
disfrazados, y humeantes bocas negras
vertiendo por veneno cerrazón y pena.
No más, aunque me envilezcan
con sus áureas amarguras incompresibles
también me uno a su canto
levántate calle, no calles
no acalles la pena del que voló
sin palabra, ni levante de ángeles
ni digna sepultura, marchada por los medios.
Así no te queremos calle,
sino llena de niños dibujándole al sol
una sonrisa en tus negros palmos
y en tu eterna vigilia de las noches y días
una bandera colme el cielo.
Recordando: aquí estamos,
aquí todos somos crisol rojo amarillo y verde
hueso con hueso, piel con piel,
sien con sien, impuesto con impuesto
decoro con decoro y pie con pie
en la calle con calles llenas
de botas, gritos y sonrisas de niños
con el deber cumplido.