Alberto Escobar

Nereida

 

El tiempo que se sueña
no tiene reloj.

 

 

 

 

 

 

 

 


¡Qué hermoso es! ¿Quién será?

Un rubio doncel habitaba sus nalgas al borde de un escueto rió,
este discurría abierto y ufano por las arcillas y calizas que poblaban
abundosas la comarca circundante, depositando fértil todo su légamo
para regocijo del vecindario.
Una nereida, llamada de intuición por la belleza del eunuco, decidió
aproximarse desde el abismo de su orbe a la superficie oteante de
una escarpada roca, sobre la que divisar a placer.
El niño parecía absorto en sus pensamientos, en su quizás solitaria
existencia porque durante el buen rato que estuvo al acecho no pudo
constatar compañía que no fuera la de algún pajarillo curioso.
Decidió su osadía olvidar el seguro hospedaje de la piedra y acercarse
a llamarlo, su belleza se ofrecía firme aliada.
Pronunció un pequeño arrullo a modo de canto de sirena, el joven levantó
inmediato la mirada hasta salir de su anonimato.
La seducción cundió rápido éxito, la blancura de su piel, desnuda, se le
mostró para zambullirse con ella en el amor del lecho.
Los dos, él cogido de su poderosa cola, surcaron la profundidad de sus
dichas sin bombona de oxígeno que sirviese a tales efectos.
Nereida le mostró como buena cicerona los secretos de sus aguas,
conoció a la perfección digna de Linneo las latinidades de su flora y su
fauna y llegó a la desembocadura a saborear el salobre de la dicha.
Poco después, aunque a lo oficial del reloj fueran lustros, volvió a la
aldea de la que era natural con el talante cambiado.
Su hermosura se tornó doble, en fondo y forma, y su soledad no pudo
a partir de entonces ser más que elegida.
Esto fue lo que el rubio doncel, recién, contó a sus amorosos nietos
en una tarde fría y nevosa de próxima navidad, ya con las largas canas
reinantes sobre una barba ubérrima y rizosa.