Toda pena se convierte en un espasmo.
Camino por una vereda seca, rota
con pisadas indolentes al costado de una calle negra,
consumida en brasas dejando un hoyo de recuerdo.
Todo espasmo me devuelve la cordura.
Ayer abogue por la hipocresía
hoy contemplo la sensatez,
apuntándome iracunda con una lanza en fuego.
Cabalga sensata en un caballo blindado,
mostrando el pecho y con una cadena en la cintura,
máxima jueza y verduga, hilarantemente resplandeciente
como un disparo de pólvora, humeando la estela que dejó.
Cada segundo de cordura lucha por hacerse 24 horas,
vociferadas por un reloj colgante, de bronce y óxido,
enterrado a media capa al borde de la orilla
contemplando un silencio muerto.
Existe un reflejo que te observa, te acaricia con un dedo
y comprendes que la nostalgia son solo brasas
en el arder de la melancolía.
Suenan las horas y al quedarse quietas, ¡Las hacemos gritar!
ahogando el tiempo en ingestas eternas de placebos
innegablemente astutos, que lo dejan escapar para volver a hundirlo.
Será que con migo estoy corriendo sin escape,
decidido a empuñar si me estoy atrapando
condenado a andar y andar, divagando dispuesto a permutarnos.
A su tiempo debo consumir el espanto,
simularlo frente al caos y la devastación.
A menudo necesito gritar contra el viento
para escupirme la arrogancia.
Al final del cuento encuentro que la pena, la cordura y el tiempo
Son el capricho del vacío de mi alma.