Al fin, la sepulté.
Le abrí un hueco
profundo en mitad
de la tierra, y escarbé.
Mientras este fenómeno
se producía, olvidé
lavarme las manos.
Conduje a través
del bosque, en absoluta
soledad, buscando un
desvencijado cobertizo,
donde ocultar mis armas.
Al clarear el alba, todo
fue una algarabía tremenda
de pájaros y aves misteriosas,
que emitían furtivos destellos
sonoros, para mí, del todo
incomprensibles.
Llegué a mi ciudad.
Un anciano de aspecto cerúleo,
pasó por mi lado, invitándome
a cerveza barata y vino del malo.
Y me dormí enseguida.
Pronto supe que un paseante anónimo
había descubierto el esqueleto humeante
de un arpa incendiada-.
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