Yo, quizás, nunca he pedido nada material a nadie para mi;
pero, si poseo algo,
aquello es mío
y sólo mío,
hasta que me desprenda de él.
No lo puedo cambiar por otro igual
o considerado mejor
o con más cualidades;
me apropio
como si parte de mi alma fuera.
Pero si es materia,
me dicen;
entiendo;
sin embargo, me supera.
No así,
si es una persona,
un ave, un ser vivo,
ellos son libres
y no me pertenecen.
Sé que es extraño,
porque uno no se pertenece
ni siquiera a sí mismo.
Lo racionalizo;
no obstante,
igual lo requiero como mío;
si no lo encuentro,
me duele;
lo busco
aunque sea sólo por verlo.
Si me lo roba un desposeído,
lo comprendo y no me duele.
Si un malvado,
por hacer daño lo hurta,
lo persigo hasta dar con él.
Infantilismos arraigados
hasta la muerte,
¿nacidos de dónde?,
¿quién sabe?
Algún día analizaré
profundamente esta introyección,
sus alcances,
su significado.
Porque comprendo los traumas
y ansiedades
de quienes
han sido abandonados.
¿Mas, poseer este elemento,
vivirlo y sentirlo,
y no echar mano a él,
sería un desperdicio no revisarlo?
Claro el amor de emparejamiento
se vive y se siente,
y es imposible arrancarlo
por más que se piense
sobre qué lo provocó;
hay una unión más allá de la razón.
Son como dones,
están ahí,
se hayan hecho conscientes o no.
¿O son temas para
Freud, Jung, Adler, Jaccard, Barthes, ...?