Leer puede ser una adicción,
pero comprender lo leído
es algo muy distinto
y comentar,
una cuestión más ardua.
Escribir, una afición,
pero por Dios que se requiere oficio
y talento;
grandes personajes,
no dan con los textos;
es un arte;
se tiene que tener algo que decir,
distinto, único, inexpresado;
aunque sea una historia conocida,
el escritor tiene que hacerla suya,
imprimirle fuerza, brillo, fascinación.
Aún teniendo un testimonio
importante,
puede ser el escrito árido,
desabrido.
Es fácil caer en la chapucería,
sobre todo si se deja llevar
como si se estuviera hablando;
el conversar tiene algo teatral,
actuado, sea aprendido
o natural este proceder.
La escritura, necesita más inteligencia,
sorprender a ese lector desconocido;
por ejemplo,
al escribir un diario de vida,
el relato, frecuentemente,
se hace
de forma infantil.
El diario de Ana Frank,
es una excepción;
además, hay dudas fundadas,
de haber sido construido
para fines políticos
al termino de la guerra.
Grandes hombres,
jamás se dieron la tarea de escribir,
prefirieron hacerlo sobre las mentes directamente;
Jesús, formidable, un elegido;
Sócrates, irónico, subyugante.
Desparramar palabras
puede ser una tortura
para el otro.
El que escribe por deporte,
no debería publicar,
es una perdida de tiempo
para los demás
y una degradación
para quien lo hace público.
Así y todo hay quienes se dan ese gusto,
que es de pésimo gusto.
Opinar sobre el texto de un escritor,
es una osadía de proporciones,
pues requiere entender lo leído,
cuestión nada fácil,
generalmente este intrépido;
tergiversa, se va por las ramas,
excluye lo sustancial,
no capta.
Los filósofos, leen de primera fuente,
en el idioma original;
otras versiones o traducciones
les parecen, y con razón,
sospechosas.
Todo este juego es serio,
como el de la ruleta rusa;
el revólver cargado,
en este caso,
tiene sólo un cartucho
ya percutido.
Las balas restantes están
a la espera del atrevido.
...
.