Qué injusticia criarnos a unos pocos pasos del puerto
y tenerlo cerrado, el puerto, con barreras
vigiladas por policías en uniforme, como si nosotros,
los chavales a la salida de la escuela, pudiéramos
contrabandear algo que no fueran sueños
de aventuras de ultramar; qué injusto
tenernos encerrados, cerca del puerto, en una escuela
donde nos era incluso negado aprender
un poco de inglés demótico para pedir informaciones
sobre sus lejanos países a los marineros
desembarcados en nuestras tabernas y burdeles. Todo eso
pasó interminables decenios antes de que
también aquí las agencias de viajes propusieran
itinerarios exóticos a precio de saldo,
y el mundo aún era
infinito, inexplorado y misterioso, y valía la pena
aprovecharse, a riesgo de recibir una sanción severa
que te marcaría a vida en el registro penal,
de la distracción del policía y escabullirse
para ir a buscar en los muelles
el viento de los océanos abiertos, la luz
de los puertos lejanos, el sabor
de otras razas, el alboroto
multicolor, el olor
a libertad que exhalaba de las escotillas
junto con el del aceite de los motores.