Ya la noche atraviesa sus últimos gemidos y tu reloj está despertando; es la hora. Tienes que partir, alguien te espera, te debes a muchas cosas. Tu vida estaba atada mucho antes de que nuestras miradas se cruzaran, no intentes cambiar la historia.
Yo fui el salteador de corazón, fue el que llego a un valle seco y arrojo el cerillo que incendio tu pradera, fui yo el que advirtió en tus ojos la tristeza, fui yo el que te saco del aburrimiento y te llevo a ese lugar donde pudiste jugar con la luna y las estrellas.
Somos dos prófugos de la realidad, buscamos alumbrar la sombras, llenar de ilusiones ese corazón triste y cotidiano, cambiar tu realidad de ama de casa abnegada; muñeca de exhibición, ven a ser, la mujer que eres debajo de esa tristeza.
Así inician los incendios; una sola chispa puede provocar un gran incendio, cando la paradera está sola, vacía, triste y olvidada, como tu esa noche, que tomaste mi mano y pusiste tus ojos en los míos como pájaro herido buscando refugio y pidiendo ayuda.
Fue una noche singular, sin saber bailar tuve amplios deseos de hacerlo, de tomar la pista como escaparate de la esperanza, de la ilusión; mostrar al mundo la grandeza del encuentro, el poder de la ilusión y como se edifica en el aire un futuro sin esperanza.
Lo más negro de la noche fue la despedida lejana, al verte como te llevaban del talle como objeto de pertenencia, como gorrión en jaula; sentí con dolor el grito de tu corazón, la angustia de tus noches vacías, que solo el espejo de tú alcoba conocía.
No sé lo que más prefiero en esta noche donde interrogo al silencio, si el gozo esperanzador de tus ojos que dieron ilusión a mi noche inconclusa o la desesperanza de saberte ajena y prisionera de una madrugada helada como un mármol.
LENNOX
EL QUETZAL EN VUELO