Vestida de blanco, en falda muy ceñida,
caminabas contra el sol de la mañana,
insinuando con indiferencia ufana
el sublime triángulo que en tu vientre anida.
Buscaste mis ojos en la intención fingida
de una mirada pícara y gavilana
para ofrecerme la fruta carnosa y antillana
que entre tus piernas mantenías recluida.
Te percibí tan turbada y acechante
que todo mi cuerpo se elevó anhelante
alzado por mi sangre herculina.
En ese instante me sentí una araña
enredada en la íntima maraña
de su seda viscosa y temblorina.