Alberto Escobar

Que no se te olvide...

¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido;
salí tras ti clamando y eras ido.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


Era de mañana.
Era muy de mañana y el sol...
Rayos que quemaban la cortina,
y tu cara..., qué digo de tu cara dormida.
Tu rostro se encendía a golpe de fotón,
Tus párpados de abanico me trajeron un resfrío,
una destemplanza que me llevó a tu abrigo.
Te traigo el desayuno a la cama, carecemos
de prisa, es domingo, domingo de pascua.
Tu sonrisa a la llegada del manjar me compensa,
me repone de la labor, labor de servirte grata.
No soy Salomón porque de moneda carezco,
mis oros solo yacen en los dientes que luzco
y que engalanan mi boca, son tuyos si perezco.
Soy casi viejo, pasado de moda y de tiempo,
mis laureles van perdiendo el tempero en enero
y lo recupera en marzo, para los renuevos.
¿Te gustó el desayuno, luz mía?
No me contestes, que para eso estoy yo,
que escribo y ahora estoy escribiendo.
Levántate que en misa te espera el párroco,
ve tú vistiendo a este que yo vestiré al otro santo.
Cuando lleguemos a la puerta del retablo,
ya sabes, yo me quedaré fuera como hacía
mi padre, que blasfemaba hasta la boca
llenarse de culebras y sapos, Dios delante.
Ponte la toca que hace frío, el grajo vuela bajo,
¿Llevas el rosario?, que no se te olvide
que Jesucristo pasa lista, y te coja en fallo;
tú, que eres santa entre las santas, la Magdalena
más tierna entre las magdalenas, que eres
para chuparse los dedos y sus entretelas.

Ve tu palante que yo ya voy, si acaso.