Han entrado a robar una vez más, forzando la débil entrada de los consultorios médicos. La puerta rota me obliga a sentarme como sereno junto al portillo abierto mientras espero que llegue la puerta arreglada, para colocarla nuevamente en su lugar.
Cae una hermosa tarde sobre el descampado en las orillas del barrio, e intento hacer un rato de oración mientras espero. Me siento en una silla en la soledad de la sala, celosías y ventanas celosamente cerradas.
Frente a mi, enmarcada en la boca desdentada del portal abierto a la suave luz vespertina, una pequeña higuera sobrevive a la alegría de los niños que la usan de improvisado columpio durante los recreos. Porque los niños siempre son alegres, y siempre juegan, sean pobres o sean ricos. Y la higuera los recibe a todos con cariño.
Tiene muñones de amputaciones viejas, y cicatrices tatuadas en su piel de arrugada corteza: nombres grabados en caligrafía cuadrada y grosera, siempre acompañados por fechas.
También adivino en la filigrana de su avejentada apariencia, algún clásico corazón herido, atravesado con una flecha. Se me ocurre pensar en el corazón Inmaculado de María: se lo suele representar traspasado por un puñal. Una vez más me sorprendo y me maravillo: ¡son tan paralelos los amores del cielo y de la tierra…!
Mi higuera casi no tiene hojas. Aún así verdean en sus desnudas y retorcidas ramas algunas pequeñas y verdes brevas, que las manos ansiosas de los niños no permitirán madurar. La higuera es indefensa para escapar a su voracidad.
Tal vez sea demasiado generosa para huir fuera del alcance de los niños, alzando sus ramas en alto. Porque su dulce y maternal alma vegetal, la ha llevado a quedarse pequeña.
Los muñones de sus ramas amputadas forman una escalera: como invitando que los niños trepen y se cuelguen, coman de su fruto o se hamaquen a horcajadas en sus flexibles miembros.
Miro esa figura deslucida y poco agraciada de la higuera en aquel barrio tan pobre. Abro el Evangelio de San Mateo, gracias a la tecnología que me permite llevar en mi teléfono una biblioteca entera. Busco el capítulo 21, y leo:
“Al amanecer, cuando volvía a la ciudad, sintió hambre; y viendo una higuera junto al camino, se acercó a ella, pero no encontró en ella más que hojas. Entonces le dice: « ¡Que nunca jamás brote fruto de ti!» Y al momento se secó la higuera” .
Pienso en aquella higuera que cuenta el Evangelio: espléndida de hojas. Espléndida, pero infecunda. Nuestro Señor la maldice mientras marcha hacia Jerusalén en vísperas de su Pasión, y se seca inmediatamente de raíz. Me introduzco en la escena del Evangelio con la imaginación.
Las vides forman hileras como un ejército preparado para la marcha. Los olivos se comunican entre si a través de sus copas: susurrando secretos y rumoreando relatos, unos a los oídos de otros agitados por la brisa. Todos comparten, todos conviven, todos comulgan.
Sola en cambio, y aislada, está la higuera junto al camino: sola y sin fruto. Lleva años en esa penosa indiferencia. Parece cómoda allí, en el verde fresco de su copa densa, con la avidez egoísta de su desarrollada raíz. Cómoda, pero triste. ¿Qué enfermedad ciega el fruto de su vida?
Recibe el sol y el agua, al igual que el olivo, igual que la vid. ¿Por qué, pues, queda estéril?
Tal vez la higuera no se siente en casa, no se integra en esa familia de la huerta. Se imagina desdichada y solitaria, y la melancolía esteriliza sus ramas. No recorre la alegría de la vida su cuerpo leñoso, sino la tristeza de la muerte.
El viñador paciente la trata con cariño. Cava a su alrededor, fertiliza el suelo, le da agua en abundancia: de ahí proviene el esplendor de su copa, que tanto la enorgullece. Saca el labriego el vital sustento del agua a la viña y al olivar eficiente, lo desvía para alimentar y salvar a la higuera.
Pero la higuera se yergue soberbia, y aleja del suelo sus ramas como temiendo tomar contacto con este mundo polvoriento que la rodea. Mira sus hojas limpias con vanidad, y al terroso labriego con desprecio.
Hasta que Jesús pasó por allí.
Fijo ahora mi mirada contemplativa en ésta otra higuera. Por primera vez la veo y reconozco en ella la voz de la Providencia de Dios, que me invita a leer una parábola en vivo y en directo. Me siento unido al episodio que acabo de leer, como si estuviese presente allí. O mejor dicho, como que Jesús está presente aquí, y que me ve y me oye.
Converso con Jesús pensando en la vida de mucha gente que Él y yo conocemos, que han aceptado transplantarse de ambiente cultural, cambiar de país -tal vez en otro lejano continente-, cambiar de trabajo o de actividad profesional, para servir como esta higuera. Sacrificaron frutos humanos y la gloria verde de las hojas. Dejaron sueños, y soñaron nuevos, para maravillarse luego viendo multiplicarse el resultado. Muchos se quedaron pequeños, no se encumbraron, y aceptaron con alegría ser por todos escalados, alcanzados, igualados, superados. Y que lo hacen por esos amores paralelos, -¿o debo decir confluentes?- del cielo y de la tierra. Corazones heridos como por una flecha. Un solo corazón para amar a Dios, para amar a los demás: amores que confluyen en ese corazón de carne almada.
Cada uno en un sitio diferente, libremente, porque les dio la gana. Y por eso sonríen, siempre sonríen. Son muy felices.
Me siento un poco avergonzado frente a la grandeza de esta pequeña higuera que hoy me ha dado una lección de entrega. Me habla de vocación, de hacer siempre la voluntad de Dios.
La vocación no es un evento que sucede en el tiempo, sino una llamada que proviene de la eternidad en presente. Como llamó a los Magos la estrella de Belén, como llama el sol despertando la semilla, y orientando siempre su crecimiento hasta la plenitud de su vida. Todo el árbol se encierra en la semilla. Todo el árbol duerme en su interior. Y la semilla pervive en cada nuevo brote verde: es su fuerza la que lo mueve.
Tal vez su alma sensible de árbol hubiese prosperado mejor en otro sitio, rindiendo sus talentos mayor esplendor. Tal vez su fruto hubiese alcanzado dulzura mejor, y su sombra podría haber cobijado algunos niños jugando como pequeños ángeles en un hermoso jardín junto a una cancha de golf. Pero en cambio, está aquí puesta por la Providencia: ¿quién sino plantó aquí su semilla? Luce como una madre de muchos hijos, y la veo contenta. Siempre contenta. Se que es feliz.
Dios decide dónde plantar la semilla: arrastra la simiente con el viento, o la hace navegar por los ríos, la transporta en la blanda lana blanca de un cordero. La vocación emerge un día en una tierra, asoman tímidamente dos pequeñas hojas verdes. Con los años arraiga, crece, a veces se desgaja, a veces sufre, a veces sangra, pero siempre va dando frutos y semillas para fundar bosques nuevos allí donde Dios quiera. Y con los años, cobija a las aves del cielo. O como en este caso, mi higuera cobija a los niños en sus ramas inclinadas al suelo.
Se la ve tan maternal y plena rodeada de niños… Como tantas personas que hacen de su vida una entrega, y son muy felices: con sus dolores y sus amores tatuados en el alma, y con sonrisas que distienden sus caras, y sus biografías que surcan su piel con muchas alegrías y alguna que otra pena ya cicatrizada.
Por eso, hoy te contemplo por el portillo roto que han dejado adolescentes ladrones y te veo muy hermosa querida higuera. Estoy seguro que el Señor a su paso, de camino al Calvario, bendice tu entrega aunque no tus higos tal vez no estén maduros ni tengas tan siquiera sombra para ofrecerle. No le importará. Porque tu apariencia no engaña, tu pobreza es verdadera.