Alberto Escobar

Canto de Sirenas

 

Dejar llegar lo que viene
e ir lo que se va.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Ulises decidió, como primer tripulante, exponer sus fantasmas
al naufragio de las sirenas, pero estas le dejaron vivir.
Las tradiciones ancestrales que se dejaban oir en los pueblos
hablaban de la inmensa fatalidad de sus armonías; el mar que
les era exclusiva morada tuvo que ser surcado sin alternativa
posible, lo que era igual decir que el rey de los itacenses debía
enfrentarse a su disolución o a la gracia eterna.
La provisión de cera que descansaba en las bodegas era de todo
punto escasa, mas su confianza en resistir larga.
A escasos centenares de metros del abismo se dispuso
a entaponar los ciegos oídos del resto, ciegos de fe.
Él era sobrado sabedor de que la minucia del remedio era
paño caliente a tamaña herida, mas a falta de pan buenas
saben unas tortas...
Las sirenas, dichosas de la presencia de Ulises, se negaron
a dotar a sus cánticos de la fuerza arrebatadora de otros trances
—tal era su afición al ingenioso rey de Ítaca—, ignoto de ello.
Las olas se erigieron como enormes obeliscos, eso sí, mas sin
la virulencia de otros envites, no para ellas esporádicos —Ulises
era harina de otro costal—.
Fue tal el arrobamiento que padecieron las preciosidades del mar
que las melodías, en su arrastre letal, no les llegaron al cuello
como para hacer pedazos la insuficiente y bamboleante nave,
que, de suyo, sería cáscara de nuez si el deseo no nublara sus
gargantas.
Con la capitulación firmada —sin comparecencia del vencedor—
una tras otra fueron a despeñarse sobre las furibundas aguas egeas
hasta acabar sobre el pedregal de los farallones.
Sus ilusiones de amor y eternidad yacieron sumidas en el letargo
del olvido.