Había una vez un hombre que se enamoró, todas las noches contemplaba a su amada, a ratos la amaba, a ratos la celaba y a ratos la guardaba en su memoria.
Tanta era su devoción, amor y fervor hacia ella, que no le importaba que estuviera distante, aprovechaba cada momento que se acercaba a él, manteniendo la ilusión y el amor vivo, los recuerdos frescos, su corazón rebosante.
Había también momentos donde no solo había distancia entre ellos, también desaparecía por periodos de tiempo y regresaba en fases, que el pequeño hombre contemplaba y poco a poco buscaba la manera de volver a completar su forma, para que estuviera completa y feliz.
Durante los días el hombre hacia su vida, se alimentaba de sueños, bebía emociones, se documentaba e imaginaba el momento del anhelado encuentro con su amada.
Aquel hombre encontraba en sus sueños, cumplir su fantasía, en donde su amada estaba junto a él, dónde podía sentirla, dónde era libre de amarle, rompiendo las barreras del espacio y del tiempo.
Llegaba el momento de partir del sueño, las primeras lágrimas anunciaban el fin del letargo, enjuagan los ojos de aquel hombre, sabiendo que el sueño jamás podrá cumplirse, sonreía por qué era más fuerte el amarle y la ilusión, pues es su motivación a sobrellevar el peso de su soledad.
Pequeño hombre, mira a tu alrededor y busca también el amor, por qué a veces la luna es muy distante, muestra tu gran amor, quizá está frente a ti y tu mirando al cielo.
Adán Aca.