Que no me gustan
las despedidas, sean
con adioses de la mano,
o con pretensiones de besos
y arrumacos, es un hecho confirmado,
y lo prueba mi escasa afición
a echarme amigos.
Otro tema son las despedidas de soltero,
que engrandecen el alma humana,
por lo visto, y en la que pueden verse
desde obispos metidos a cuñados
hasta ejemplares pasados del Rocío,
bañándose en aguas tan peculiares.
En las despedidas de solteros,
veo yo la quinta esencia de la vida:
tristeza, enojo, tras el delirio ciego
de una copa servida
en el mostrador del fondo.
Es como cuando ibas de discotecas
con el pantalón mojado y las sandalias
con las suelas restañadas. Una fiesta
feroz que acababa en juramentos y falsas
promesas de amistad eterna.
Lo cierto es que si hubo amistad,
ahí se acaba. Y del amor, ni mencionarlo
quiero. El matrimonio, que es el demonio
vestido de seda, todo lo socava, todo lo
devalúa y menosprecia: es cambiar tequila
por arena-.
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