La mayoría de las veces que estaba con él, ni siquiera sabía cómo decirlo. Ella jugaba con las palabras como una equilibrista con el viento, o como el pianista con el mismo aire de una habitación. Y sin embargo, había veces en que pensaba, que ni siquiera sabía describirlo. Que un insulto tierno valía más que cien palabras.
Y hubo veces que sobraron más de mil, cuando los ojos oscuros de él habrían sido capaces de eclipsar la calidez de cualquier atardecer en un desierto.
A veces eran como pequeños martillos, capaces de rozar cada tecla, cada parte de su alma que todavía nadie había alcanzado, y hacerla sonar llenando el aire. Tocar cada milímetro de su piel nocturna y celeste, casi transparente, y volverla terrenal.
Ella cada vez se preguntaba de qué color sería su alma. Las partes oscuras de él que todavía no había encontrado y de las que tanta hambre tenía. Y no podía dejar de arañarle con sus garras, mientras le susurraba al oído que su mente, era el misterio más bonito al que se había enfrentado.
Y agarrada a su cintura, con sus piernas de galaxia, sus cuerpos se volvieron campos de minas sobre el colchón. Desastres naturales y delirio de una paz oscura llena de fuego.
Y al abrir los ojos, el mundo les parecía otro nuevo. El Sol le pintaba las pestañas, y la piel que ella recorría con los dedos.
Y de repente el mundo, parecía otro lugar.
Como despertar juntos de un sueño, hacia otro sueño...