Alberto Escobar

Esparragales

 

Aprendí a equivocarme un poco,
como aconseja Verlaine

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Decían unos decires que un hombre gemía por ser sabio.
Cada atardecer, cuando los quehaceres le daban asueto, hacía
por sentarse en el poyo del zaguán, el de poniente, para no prestar
más atención, durante escasos treinta minutos, que a los esparragales
que se dignara plantar por eso del dicho de la consumación vital,
ese que jura la felicidad en la sementera de un árbol, esta vez sólo una
planta, y tener descendencia, y cómo no escribir un libro.
Su denodada atención en el crecer de la planta rayaba la esquizofrenia
—dirían algunos vecinos de mala boca— porque el alcance de tal magnificencia
solo era constatable de precisar un instante de mutación, aunque fuese
un minúsculo vórtice entre una nube de polen pronta a brotar.
Un fasto día —cuando el Sol ya cansado de brillar se retiraba a sus aposentos—
sus desvelos parecieron —digo parecieron porque me temo que fue fruto de sus
deseos— disiparse de su ánimo al prorrumpir el eureka de sus sueños: vio
el nacimiento de una flor amarilla como el astro de los cielos.
La algarabía que sucedió al acontecer tuvo pronto eco entre sus deudos,
ya cansados de los desaires que tamaña empresa iban prendiendo
en sus corazones —cuan grande era el hartazgo—.
Desde entonces su costumbre declinó como las cientos de estrellas
que las Perseidas congregan cada año y tal como aparecen desaparecen,
y fue debido a la plenitud de la cumbre; una vez conseguido el ansiado
botín de la sabiduría todo lo demás, esparragales incluídos, eran sobra,
Ni que decir tiene que la planta pereció de lágrimas de desolación y abandono;
la atención que daba aliento a su suceder se tornó frío abrasador.