Ahora me parece increíble
que era yo aquel muchacho
de diez y siete años, algo torpe
en sus pantalones de tela,
con los pies sucios de arena
en las sandalias, el mechón
de pelo castaño en la frente,
y que aquella chica eras tú,
jovencita quinceañera,
la falda ancha y larga según
la moda de entonces, el pelo
corto, las gafas de sol
sobre la nariz, que solo
te quitabas en momentos
de emoción más intensa
o bien para provocarlos.
Éramos los dos nuevos,
al puro comienzo de la vida.
No había precedentes
ni modelos para seguir.
La vida era nueva. La guerra
había abolido de golpe
lo que antes había habido
y éramos de una época
totalmente inédita donde
lo único antiguo eran
los sueños de nuestra infancia
anterior a la guerra
al terror y a las muertes.
Fue un momento de gracia,
la gracia que los dioses conceden
a sus predilectos, en ese
verano de hace sesenta
y cinco años, en la honda
profundidad de una época
ya hoy en día incomprensible.
Hemos cambiado de abrigo,
hemos gastado zapatos,
han mudado las modas,
hay muchas palabras nuevas,
palabras viejas han muerto
y se han olvidado y no sé
si yo soy de veras el mismo
que era en ese tiempo. Pero
no volverá el milagro,
el misterioso coincidir
en esa hora de ese día
en la arena de esa playa,
ese cielo inalcanzable,
esa nube arriba en el cielo
empujada por el viento
que te acariciaba el pelo,
ese milagro por el que
nuestro dedos se buscaron
y se rozaron apenas
bajo la arena, en silencio.