Solitaria estaba en el parque. Una estatua de mujer. Sobria pero delicada, como reposando en sus propios pensamientos y recubierta por una especie de tul que dejaba entrever su cara. Era atemporal, con cualquier época cuadraría y seguro que para la mayoría pasaba desapercibida.
Rodeada de un jardín enriquecido por flores de diversos colores, en primavera, verano parecía que revivia . Al contrario, en invierno se recubria de un tenue verdin mientras la lluvia se escurria sobre su frágil cuerpo y el fino velo que le cubría la cara parecía ajustarse más a su faz, permitiendo descubrir las delicadas formas de su rostro.
Para Damian, nada de esto pasaba desapercibido. Todos los días pasaba por el parque y se paraba unos minutos delante de la estatua, que podian alargarse si se levantaba un poco más temprano. Y es que mirándola, durante ese escaso tiempo, el tiempo curiosamente no existía, la rutina desaparecía y los problemas en su vida también. Era como una adicción para él, no había día que no pasara a visitarla y sencillamente eso lo tranquilizaba para el resto de la jornada.
En un principio empezó a sentir emoción al verla, luego como una especie de amistad eterna, a ello le siguió cariño, hasta que éste se convirtió en un te quiero que al despedirse se escapaba de sus labios.
¿Me estaré volviendo loco?, pensaba, pero dejó de darle tantas vueltas cuando el te quiero se convirtió en un te amo real y sincero.
Su querida estatua, a la que no le ponía nombre, mujer semioculta por el liviano velo que para él dejaba entrever sus facciones... Porque solo él sabía que su corazón no era de piedra y el de él también había dejado de serlo.