Camino a casa.
Es el mismo camino
que recorro decenas de veces.
Sólo que, de alguna forma,
demuestra nuevas manías.
Recorro mis silenciosas,
nocturnas calles,
primero en línea recta,
viendo pasar los negocios ocultos,
tímidos y ajenos.
Escalo la llegada a casa,
viendo pasar a esos gusanos gigantes,
que, amarillos, acercan a muchos
y dejan varados a los inadaptados.
Comienzo a tomar las curvas
y cada vez más, voy apaciguando
la sed del hogar,
reconociendo pasillos, portones y ventanas,
dibujando plazas y juegos
con ojos diestros y maquiavélicos.
Súbitamente, alguno pasa,
paralelo y eficaz,
volteo y corrijo la mirada
para estar seguro y tranquilo.
Camino aún más pálidamente,
apurando el paso, en la hora
en que la temperatura baja de repente
para recibir al gordo dorado.
Salto la baba de caracol
que cruza el asfalto milagrosamente
en algunas calles.
Como sacado de cuentos
el suelo comienza a vestirse,
y el aire a disfrazarse,
mientras pequeños dedos de bebés
acarician mis hombros y cabeza.
Calculo el fenómeno
cuando esas canicas transparentes
parecen detenerse eternas delante mío.
Espero el llamado de rugientes bestias,
pero el silencio es tan alegre,
tan solo cortado por cientos de aves
que cantan a sus amados en la todavía noche.
Las pinceladas de Dios van cubriendo el papiro
de un sepia hermoso y acojedor,
cuando por fin ese olor
a tierra mojada llega y punzante
se cuela en el alma de este caminante.
La lluvia tenue, tierna,
espera a que cruce mi portal
para largarse fuerte y diabólica,
como una novia rota
que espera a que sus invitados se retiren,
y por fin gritar de pena.
Traspaso mi umbral
recibido por ese beso de nariz felina,
mientras afuera el caudal va aglomerando,
mi casa esta bella y el calor regocija,
por fin descanso y acaricio
el suave despertar que es
la seguridad de vivir otro día.