Le dolía el pecho y pensó:
—telarañas entretejidas de miedo
alimañas de la sugestión y el pánico—
no me quiero morir hoy.
Se acordó de los hechos
encadenados al insomnio y la pena,
—morir con el corazón roto
la soledad engulléndolo todo—
esa pena que arrastra una noche difusa,
—el licor sabiendo en los labios
más amargo, más amargo—
la mañana en que despertó
la mañana que lo comenzó todo.
Le dolía el pecho y pensó:
—atado a las ridículas frases
atrapado entre líneas de textos apócrifos—
todavía puedo ser un buen soldado
—y con el rifle, aportando la virtud no conseguida,
morir con el último aliento depositado en la causa vital de otro.
Pensó en morir,
que se iba a morir
—porque el pecho le explotaba,
la ansiedad corriéndole los nervios.
el ardor
(más amargo, más amargo)
el vértigo.
(mareos de insomnio pálido)
Morir de noche, morir despierto;
y atrapado, con una vista que se nubla,
y la imagen quedando proyectada en el pensamiento
la voz de la mujer amada
—jamás amada
—y el pensamiento:
No me quiero morir, señor
No quiero morir hoy...
Y en la incertidumbre,
el pecho siguió doliendo.