No hay nada más conservador que el atuendo del paisano y su consistencia habitual: su legado, su heráldico lenguaje, soberano y majestuoso, oírlo, con el primer roce de un padre legendario, el tono del abuelo y su inagotable camisa manga larga de este pueblo centenario, de este pueblo costumbrista, y verlo caminar descalzo en el mercado popular de mi pueblo -todavía- con olor intenso a campirano, con olor sencillo de perfecta humildad, entre las casonas y la brisa: la calma imita su cercanía cerca del río, que en tiempos de sequía se funde y transforma la escena en áridos paisajes, en sus calles quebradas de imperio virreinal, en esos lugares añejos, en esos lugares inhóspitos, con el carácter glorioso de su ámbito lejano, antiguo, cuando la forma del tiempo hoy no se asombra, no se asombran los espectros, ni las serpientes escondidas en los escombros, en esos largos silencios, en esos largos silencios perturba una soledad desértica de haciendas y fincas, como si una prótesis ambiental se resistiera al ruido, ha creado otra realidad, otra realidad a cielo abierto: el antes y después, lo que alberga el campo, la agricultura, los ejidatarios, aunque este se diluya entre las siluetas noctambulas con el sabor corrosivo de su impregnante olor donde se ubican los arroyos y su lamento gris, es decir mi pueblo lleva el sopor en el pecho con un escapulario sagrado que simboliza sus creencias, sus afirmaciones posibles bajo una sospecha sincera, como si la hendidura tuviera una relación directa de sucia reclusión de agua estacada y turbulenta en la geografía actual, porque no me atrevo a borrarla de su sombra malherida, no me atrevo a mencionarla en el profundo corazón del ilusionista suavemente traicionado sobre la imagen del artista: su antigua medida de gigantescos cultivos acordonó la vainilla que perfumó al mundo, ha quedado enclaustrada en la conciencia escrita del tiempo. Animales concéntricos –vivos- con sus carnes expuestas en la anatomía de mi voz - se restriegan en mi cara, se restriega la sabiduría en los árboles de hojas secas y su notable identidad ocupa un vacío en mi boca, como si fuera un estado de osteoporosis, se deshace el pulmón en dos filas: la agricultura y sus bosques, -y eso duele- duele tanto cuando sé que las piedras no alcanzan a parir a las esculturas vivas del Tajin, porque las piedras solo arrancan las pisadas minusválidas de sus ecos muertos, sus ecos prohibieron otra realidad matutina, inmovilizado de su pasado donde se han profanado sus reliquias, sus vestigios llevan cierta corrosión en la hipótesis: los profundos relieves reducidos por los guerreros del silencio: el papan, digno, estético, admirable, ha sido domesticado por el estridentismo, espectáculo que se resistió a todo, el óxido y la ignorancia expuestos por el hambre, la comida el dinero y sus playas. Hoy mi pueblo es una luz roja en la distancia mientras lo observo con su horrorizado grito taciturno de la gente, su árido alboroto tendido por el viento, como si del aire se desprendiera un plomo pesado entre sus calles señoriales aturdidas por los autos. Animales concéntricos hablan desde un centro ceremonial, para sustituir la eternidad permanente y falsa, seres hostiles nacen de un círculo antiguo para purificar el gemido sordo de la debilidad. Trasmite el sacrificio desapercibido frente a la sabiduría alrededor de mis manos, en su entorno hay una increíble violación de sus bienes donde se estremece el acento gris de la vegetación. Este es un cuadro surrealista de un paisaje desesperadamente sedoso y lejano dibujado por la silueta no resucitada desde la huellas opuestas de una página sangrienta: la escribo antes de que la borre la historia y la promueva un artesano insigne y parlero de esos que saben hablar en la plaza mayor y se sienta el heredero de procrear el primer templo disfrazado de orgias, o mejor dicho: un fiel promotor para dializar el progreso para su interés personal.
Bernardo Cortes Vicencio
Papantla, Ver, México
12:0031012020