Entre círculos de nada
los copos caen e inclinan
metódicos, su deshonesta
balanza. Proclives al desencanto,
tanto como mi alma, hallan
una desesperación contigua
a las recepción de un estómago indigesto.
Entre árboles de cráneos fusilados,
inmensos taladores procrean su oruga manifestante.
Son trivialidades incómodas, figuras renuentes,
amenazantes voces de protuberancias rocosas.
Y en los filamentos, en las fibras interpuestas
de gloriosos pedestales, descienden la nada,
y el asco, copo a copo, milagrosamente-.
La luz golpea con su asedio de admitido involuntario,
en este mundo, copas de cristal húmedo, bocas desérticas,
allá, lejos del asco y la apatía.
Suntuosas barriadas del frenético impreciso,
labios que ofrecen su blanco porvenir de asnal metonimia,
oh, sangre paladeada por universales gaviotas del desenfreno.
Unánime vuelca el cielo las ubres macizas
del señor monarca, entre telas de incendios desprevenidos.
Lejos el aire canta su canción de hermética herejía-.
Mis lloros, de niño apático y sometido, a las mulas
infantiles del molino fluvial, convergen en azules estrellas.
Son latidos infames de sangres coaguladas,
donde reina el definitivo hedor de las cloacas.
Impetuosamente, mi lloro ejerce su voluntad de astro sometido, sí.
Veo la lluvia caer
sobre cabezas de hormiga durmientes,
las algarabías ejecutadas en nombre
de algún siniestro matarife. Los labios oprimidos
por fósforos de cerilla, por nombres sustituidos,
por colinas y montes de cerezas sobre catapultas
evacuadas, dignamente.
Mis lloros de niño emergen
calaveras vocales de un ladino infernal.
Sustituyo la roca por monumentos gloriosos,
por alfombras llenas de pétalos dorados,
por canciones dignas de ser cantadas.
Cambio mi roca por un presidio de alfombras, sí-.
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